domingo, 28 de febrero de 2016

Centrifugados

Asisto a la segunda edición de Centrifugados, el encuentro literario que se celebra estos días en Plasencia. Lo hago en razón del cargo, acompañando a la Secretaria General de Cultural, Miriam García Cabezas, que interviene en la inauguración junto al alcalde de Plasencia y al organizador del encuentro, José María Cumbreño. Se me hace extraño acudir como representante oficial a un acontecimiento como este. Hasta ahora siempre lo había hecho como poeta, crítico, antólogo o traductor, o, a lo sumo, como portavoz de la fenecida DVD Ediciones, que era lo más cerca que había estado nunca de una representación, digamos, oficial, aunque se tratase de una entidad privada. En todos los demás casos, yo solo me representaba a mí mismo. Mi papel administrativo, no obstante, no resulta gravoso. De hecho, se limita al establecimiento del contacto y las salutaciones correspondientes con los representantes de asociaciones o instituciones con los que la Editora Regional de Extremadura debe mantener relación. Por ejemplo, Juan Ramón Santos, recientemente nombrado presidente de la Asociación de Escritores Extremeños. Por lo demás, el encuentro obedece, en general, a las pautas de los acontecimientos de esta naturaleza. Se celebra en el atrio del Centro Cultural Las Claras, un espacio noble de dos pisos, en cuyos perímetros se disponen los puestos de las editoriales invitadas, y en el Hotel-Palacio Carvajal Girón, y ofrece lecturas de poesía, mesas redondas, actuaciones musicales y talleres sobre el libro. La feria de editoriales independientes es amplia y reúne a un buen número de las mejores pequeñas editoriales del país. La reunión de tantos editores me depara las primeras sorpresas agradables, como ver a Luis Felipe Comendador, poeta y editor al que conozco desde hace veinte años, pero al que no veía desde hacía veinte años, que ha montado un puesto con los libros de LF Ediciones, pero también de Solidaridad Pequeñita, una organización de ayuda al tercer mundo que se financia con los ingresos de esta feria (y que son solo la voluntad: lo que los compradores quieran depositar en una breve cesta por los libros que se lleven). Luis Felipe, además de un buen poeta, es una buena persona, más aún, es un ángel sin alas, capaz de sacrificar su propio condumio por la poesía y por el prójimo. Me regala varios libros, con una sonrisa indefensa, y yo dejo un billete en el cesto. Entre los editores saludo también a Olga y Paco, los responsables de Candaya, una ya veterana y muy activa editorial en la que, hace ya una década, publiqué mi segunda recopilación de reseñas y artículos literarios, Lecturas nómadas, dos ejemplares de la cual lucen en la mesa que han dispuesto en Las Claras. No sé si alegrarme o entristecerme: celebro estar representado como autor, pero que lo esté quiere decir que la edición no se ha agotado (lo que, por otra parte, no es extraño: publicar crítica literaria es ya rarísimo en este país; que encima se venda es milagroso). Me entretengo también un buen rato en el puesto de El Gallo de Oro, la editorial vasca que gobierna, con mano certera, Juan Manuel Uría, que se ha acercado a saludarme. Y no solo me saluda, sino que me regala un impresionante poemario, en dos volúmenes, recién salido de la imprenta, La locura del cielo, de Carlos Aurtenetxe. Es un poemario exento y original, en cuya redacción Aurtenetxe me cuenta Juan Manuel ha dedicado, como en trance, dos años de su vida. Lo cojo con reverencia y algún temor, pero muy interesado. El libro cuenta con una frontispicio de Antonio Gamoneda, cuyos más recientes prólogos no son textos de presentación convencionales, sino composiciones híbridas, o incluso solo poemas, que revelan su relación por fortuna siempre inquieta, o incómoda, con la literatura. El solo hecho de que Antonio haya contribuido a esta obra magna es una garantía de calidad. Por último, reparo en el puesto de Ediciones La Palma, con la que nunca he tenido otra relación que la de simple lector, pero que me sorprende con una fantástica oferta: libros de una vieja colección de los años 90, en la que se cuentan autores como José Ángel Valente, Andrés Sánchez Robayna, Octavio Paz o Juan Antonio Masoliver Ródenas, a cinco euros. Me llevo, asombrado y feliz, un Paz y un Masoliver Ródenas. Además de recorrer los puestos de las editoriales cuyas tentaciones son siempre mayores que el presupuesto y la capacidad de carga, asisto a la mesa redonda de la tarde, "Tienes más cuento que Calleja", moderado por Olga Ayuso, y en la que participa, entre otros autores, Mercedes Cebrián, una amiga con la que he coincidido en Inglaterra y hasta participado en un acto literario en la Universidad de Leeds. Uno de los autores intervinientes sostiene opiniones de las que discrepo radicalmente, por ejemplo, que la literatura nocillera es "lúdica y recreativa": no lo es, pero, aunque lo fuera, no tendría nada de malo: la literatura es también un juego, y un juego muy serio, como han sabido Simmias de Rodas y Ramón Gómez de la Serna, Jorge Luis Borges y Georges Perec, Augusto Monterroso y Eduardo Scala; o que la primera persona en la narración es una impostura: tampoco lo es: en literatura, cualquier diegesis es un artificio, pero la primera, justamente, está mucho más cerca de la verdad, porque toda literatura es yo, más aún, porque no hay, en la literatura y en la vida, sino yo, aunque sea el yo de un escritor que habla de otros o que habla como otro. Sin embargo, no me animo a intervenir, porque no quiero significarme polémicamente desde el principio. Nadie más lo hace tampoco. En la jornada del sábado, asisto a otra mesa redonda, la protagonizada por dos viejos amigos, aunque ambos sean más jóvenes que yo: Pablo García Casado y Vicente Luis Mora, que debaten sobre los dieciocho últimos años de la poesía española, moderados por un joven autor, Urbano Pérez Sánchez. Pablo y Vicente exponen sus puntos de vista con empatía e inteligencia, como es habitual en ellos. No obstante, su intervención se centra en los aspectos sociológicos de la poesía española reciente y orilla las consideraciones estéticas. No está mal que lo hagan así la sociología da mucha información práctica, y la gente está siempre muy interesada por asuntos como dónde publicar y cómo acceder al canon, pero la ponencia me deja algo ganoso. En el turno de preguntas, sí les pido que sinteticen su visión de la poesía de hoy, y aprovecho para reinvindicar la poesía de riesgo, en la que ellos, por cierto, siempre han militado: una poesía inquisitiva y audaz, incluso, felizmente, temeraria. En su respuesta, que es, en efecto, un ejemplo de síntesis, Vicente dice apreciar, por lo que puedan ofrecer de interés, todas las propuestas poéticas, salvo una: la representada por autores como Marwan e Irene X, carente, en su opinión, de todo valor literario, pero feliz y acríticamente aceptada por la multitudinaria juvenilia digital. Luego, en la comida que haremos juntos, Vicente nos contará que, tras su intervención, se le ha presentado la editora de Irene X, también invitada a la feria, y deseosa de mostrarle las últimas producciones de su pupila. Así deben actuar tanto un buen crítico como un buen editor: el primero, diciendo educada y razonadamente lo que piensa; el segundo, insistiendo en el valor y la vigencia de la literatura por la que ha optado. Después de la charla de Pablo y Vicente, me quedo a la lectura de Víctor M. Díez, un excelente poeta leonés al que antologué, hace quince años ya, en Poesía Pasión. Doce jóvenes poetas españoles. Aunque no es solo una lectura, sino también un espectáculo, hecho de músicas, silencios y ruidos. Víctor puntea los versos con los ritmos de antiguos instrumentos populares, o con el silbido de una tubería de goma que hace girar por encima de la cabeza, o con sus propias imitaciones de sonidos. Cuando alguien pide silencio a los que charlan en el piso superior, Víctor dice que es igual, que no importa: el ruido, aclara, también es música. Y entiendo muy bien su posición: yo también prefería el silencio cuando empecé a leer poemas en público; luego entendí que, si la poesía no es capaz de sobrevivir al ruido, y hasta de integrarse en él, es que no es poesía. Aprovecho para visitar La Puerta de Tannhäuser, la gran librería de la ciudad, por la que siempre es un placer pasear, aunque no pueda saludar a sus dueños, Álvaro y Cristina, hoy ausentes. Allí compro Cien centavos, una recopilación de cuentos de César Martín Ortiz, recientemente publicado por Baile del Sol, también presente en Centrifugados. Descubrí a este extraordinario narrador, muerto prematuramente, gracias a un libro de la Editora Regional de Extremadura: Nuestro pequeño mundo, aparecido en 2000, y hoy renuevo mi interés por una figura tan sugerente como desatendida. Centrifugados, en fin, me permite saludar a otros buenos amigos, como Javier Pérez Walias, Álvaro Valverde y Elías Moro, que me regala un ejemplar de su último libro, de aforismos, Morerías, y otro, supernumerario, de La ciudad automática, el conjunto de artículos que el gran Julio Camba —del que estuvimos hablando ambos hace poco con admiración publicó sobre Nueva York. La feria de las vanidades y el mercado de influencias que son también estos encuentros no dejan de funcionar, y uno advierte los movimientos estratégicos que muchos hacen para conocer, o saludar, o codearse con quienes les interesan (y para evitar a quienes detestan), pero descubro, con regocijo, que mi posición oficial me aísla psicológicamente de eso: yo ya no estoy aquí para intrigar, ni para medrar, ni para buscar el calor humano que compense la frialdad de las actuaciones, sino para trabajar con objetividad por algo ajeno a mí. Qué gran hallazgo y qué alivio. 

domingo, 21 de febrero de 2016

La transgresión y el escándalo

Tres casos de transgresión y, para algunos, escándalo han concurrido estos últimos días en España: los titiriteros abertzales del parque del Retiro; la algarada antirreligiosa de Rita Maestre en la capilla de la Universidad Complutense de Madrid; y el Padrenuestro blasfemo de Dolors Miquel en el Ayuntamiento de Barcelona. Es revelador que dos de los tres hayan tenido por objeto las creencias de los católicos (aunque los titiriteros tampoco se mantienen al margen de la cuestión: en su espectáculo se asesinaba a una monja) y también que los tres hayan merecido un eco estruendoso e indignado en los medios de comunicación de la derecha católica, valga la redundancia. Los artistas del guiñol se me antojan los más desgraciados de todos: dos jóvenes contestatarios organizan un espectáculo cargado de acidez, pero también de realidad, de actualidad, y les caen encima una turba de padres soliviantados, los guardias urbanos, el fiscal del distrito, El Mundo, ABC y La Razón y, en general, una horda de bienpensantes con corbata que se mesan los cabellos y desgarran las vestiduras por semejante atropello de la infancia y la decencia, por este orden (y el orden, para esta gente, ya se sabe, siempre ha sido muy importante). Los títeres de todo el mundo con el mítico Punch [golpear] inglés a la cabeza han sido siempre criaturas violentas, mamporreras, dadas al latrocinio, el zurriagazo y la represalia. Su violencia, no obstante, no puede competir, ni en cantidad ni en calidad, con la que vomitan los juegos de ordenador en cuya práctica los niños y adolescentes son auténticos virtuosos, ni con la de muchas series de televisión y casi todas las películas que ven diariamente, ni con la que transmite, también diariamente, la televisión al informar de la guerra en Siria, los atentados en Irak o la crisis de los refugiados, por no hablar de las mujeres asesinadas, los horrores del narcotráfico mexicano o los accidentes ferroviarios en Alemania. Uno agradece, por otra parte, que los espectáculos infantiles, como esos polichinelas así les llamaba mi madre cuando yo era niño del Retiro, cuenten historias del mundo real, hablen de una comunidad no enteramente o no bobaliconamente idealizada. Pero tampoco hay que exagerar: hay representaciones artísticas que, por su contenido o su intención, requieren un público singular, una disposición de ánimo especial o una supervisión que no excluya en el supervisado cierto peligro y hasta alguna desazón. Y, en este caso, hablamos de niños pequeños que pasean por un parque público. El único error que advierto aquí es no haber comunicado a los padres, por cualquiera de los medios a disposición del ayuntamiento, e incluso en el propio lugar de la representación, que aquellos títeres tenían poco que ver con Heidi o los Reyes Magos. Dicho esto, la actuación de los titiriteros no ha sido sino el pretexto banal que ha encontrado la derecha sociológica y cultural, enfrentada a la pestilencia de su propia corrupción, para escandalizarse y contraatacar. una minucia, si la comparamos con el despropósito de su realidad, pero muy útil para fingir una dignidad ofendida, invocar el socorrido tópico del totalitarismo de izquierdas, y distraer la atención.

El caso de Rita Maestre tiene connotaciones más amplias, pero sirve también, en última instancia, al mismo propósito. Lo más escandaloso de este incidente no es que un pequeño grupo de jóvenes diera algunos gritos y enseñara un par de tetas en una capilla católica, sino que dicha capilla estuviese en un centro público de enseñanza y, aún más, que su actuación sea susceptible de constituir un delito de ofensa de los sentimientos religiosos, previsto en los artículos 524 y siguientes del actual Código Penal. No comparto las manifestaciones ruidosas ni  los insultos, públicos o privados; no me gustan los escraches, por criticables que sean las personas a las que se dirijan, ni las performances políticas. Pero tampoco me gusta nada que con los impuestos de todos se financie un culto particular en la universidad española y que subsista en nuestro Derecho un delito tan retrógrado, tan contrario a la libertad de crítica, pensamiento, conciencia y expresión, como el de ofensa de los sentimientos religiosos. Por suerte, la Iglesia ni el Estado en su nombre ya no quema, ahorca ni encarcela a quienes la ofenden: blasfemos, perjuros, herejes, relapsos, heterodoxos y antidogmáticos de toda suerte y condición, como ha hecho durante siglos (y, en España, hasta época tan reciente como 1826, cuando colgó a un maestrillo valenciano, Cayetano Ripoll). Pero la fe sigue castigando a quienes no la comparten y se atreven a manifestar su desafección a sus dictados y exigencias. Si se trata de ofender un terreno, el de la ofensa, en el que no se puede cimentar la vida política ni, en un sentido más amplio, la convivencia pública, porque no permite el debate racional, a mí me ofenden muchísimo más las manifestaciones de algunos obispos como las de Juan Antonio Reig Pla contra los homosexuales, que "encuentran el infierno" en los "clubes de hombres nocturnos" (qué magnífica hipálage, por otra parte: "clubs de hombres nocturnos" tiene mucha más fuerza poética que "clubs nocturnos de hombres", que es lo que el bendito prelado seguramente quería decir; a lo mejor bajo la mitra no hay un cerebro de mosquito y un enfermo moral, como sospechábamos, sino todo un rapsoda), o las de Bernardo Álvarez acusando a los adolescentes de 13 años de desear que abusen de ellos e ir provocando por ahí, o los beneficios fiscales de que todavía goza la Iglesia católica en España, o su histórica adhesión a las dictaduras y el fascismo, o su oposición, aún militante, a la investigación genética, el aborto, el uso del preservativo, la igualdad de los sexos, la eutanasia y un largo etcétera de causas ciudadanas y derechos civiles. Pero esto no es novedad: siempre ha sido así. No hay avance de la modernidad ni conquista civilizatoria desde la democracia parlamentaria hasta el voto de las mujeres, pasando por el pararrayos y las vacunas a los que la Iglesia no se haya opuesto. Rita Maestre no se cubrió de gloria dando voces con el torso desnudo en la capilla de la Complutense. Pero no dañó nada ni a nadie, y lo que dijo está o debería estar amparado por la libertad de expresión, en lugar de penado por algo tan medieval como el delito por el que podría ser condenada a un año de cárcel. 

Por fin, el poema recitado por la poeta Dolors Miquel en el acto de entrega de los premios Ciudad de Barcelona en el Saló de Cent del Ayuntamiento de la ciudad. Lo copio y traduzco aquí: Mare nostra que esteu en el zel, / sigui santificat el vostre cony, / l'epidural, la llevadora, / vingui a nosaltres el vostre crit, / el vostre amor, la vostra força. / Faci's la vostra voluntat al nostre úter sobre la terra. / El nostre dia de cada dia doneu-nos avui / i no permeteu que els fills de puta / avortin l'amor, facin la guerra, / ans deslliure-nos d'ells / pels segles dels segles, vagina. / Anem! [Madre nuestra que estás en el celo, / santificado sea tu coño, / la epidural, la comadrona, / venga a nosotros tu grito, / tu amor, tu fuerza. / Hágase tu voluntad en nuestro útero sobre la tierra. / Nuestro día de cada día dánoslo hoy / y no permitas que los hijos de puta / aborten el amor, hagan la guerra, / mas líbranos de ellos / por los siglos de los siglos, vagina. / ¡Vamos!]. El poema, como puede verse, es hediondo: un mero exabrupto vindicativo sin contenido intelectual ni elaboración lingüística, y hasta con errores gramaticales: ese "deslliure-nos d'ells" debería ser, en buen catalán, "deslliure-nos-en". Pero eso no sorprende en Dolors Miquel, una poeta abominable que viene zahiriendo al público catalán desde hace muchos años. Sin embargo, le asiste el derecho a escribir esto y a declamarlo en un acto público: nos asiste a todos los que escribimos y a todos los ciudadanos. Y todos gozamos del subsiguiente derecho de juzgarlo civil y literariamente. Los símbolos, textos y representaciones de las religiones, si tienen presencia pública (y más aún si suponen una imposición pública, como las procesiones de Semana Santa o la asignación de recursos tributarios), están sometidos a la crítica social, o deberían estarlo, sin temor a verse acusado de ofender los sentimientos religiosos. Por otra parte, una de las misiones esenciales de la literatura, en general, y de la poesía, en particular, es alterar lo inalterable, discutir lo indiscutible, vulnerar lo sagrado, mutilar lo inseparable, subvertir el tópico, violentar lo que todo el mundo acaricia, acariciar lo que todo el mundo violenta, zarandear las certidumbres, decir lo que nadie quiere oír, ensuciar lo inmaculado, darle una patada a la mentira, conjeturar la verdad, proclamar lo impensable. La literatura se ha construido transformando lo anterior. Como el conocimiento. Como el ser humano. Y transformarlo quiere decir, a menudo, herirlo, reinterpretarlo y también desecharlo. Bienvenidos sean, pues, los versos de Dolors Miquel, aunque apesten. Su presencia nos redime a todos, católicos inclusive. 

sábado, 20 de febrero de 2016

Las cosas del regreso

Volver a España —esta vez, creo, definitivamente supone reencontrarse con algunos de los rasgos más singulares y, para muchos, más queridos de nuestro país: aquellos que, a pesar de lo mucho que ha llovido desde entonces, y de la indudable modernización, en tantos aspectos, de nuestra sociedad, autorizaban a decir a don Manuel Fraga Iribarne, exministro de Franco y, no obstante, prohombre de la democracia, que España era diferente. En Mérida, dedicado a la grata tarea de buscar piso (y que he resuelto gracias a la literatura: la hermana de un buen amigo mío escritor, también escritora, que se ha trasladado hace poco a Madrid, me ha ofrecido el suyo), me he encontrado con un propietario cuya principal preocupación era que, si le alquilaba el piso, no lo declarase yo a Hacienda, porque eso le obligaría a él a pagar más impuestos; y, si lo hacía, el precio inevitablemente aumentaría. Seguramente, este hombre despotrica de los políticos corruptos, los empresarios trincasobres y los evasores fiscales, y, como él, tantos otros ciudadanos, padres de familia y honrados reclamantes de moralidad, que, sin advertir contradicción, se apresuran a pedir o prestar servicios sin IVA, no declarar ingresos, sisar todo lo que pueden a Hacienda, solicitar ayudas injustificadas o medicamentos innecesarios, y, en general, eludir el cumplimiento de ley en lo que atañe al bolsillo y a las comodidades de la vida. Por las calles, observo una mezcla muy meridional de inventiva y cutrez. En un local comercial, alguien ha puesto un cartel que dice: "Por favor, no pinten en el escaparate", acenefado ya por una maraña de grafitis incomprensibles. Algo más allá, delante de la puerta de carga y descarga de un almacén, y al lado de un colegio, leo en otro letrero: "Se prohíbe despaletizar". Justo en ese momento pasa por la calle una furgoneta con esta leyenda pintada en el chasis: "Los poetas del frío". Pienso, con una punzada de emoción, que a lo mejor es una compañía de titiriteros escandinavos que está haciendo una gira por España aunque últimamente las cosas no pintan nada bien para los titiriteros en este país, pero enseguida compruebo que es solo el vehículo de una empresa dedicada a la refrigeración industrial. Necesito comprarme una camisa, así que me dirijo a una tienda de ropa en rebajas del centro de la ciudad. Allí recibo un curso acelerado de camisería moderna por parte de una vendedora que luce un tatuaje en el cuello y una mano alheñada que si cuellos italianos, semiitalianos o españoles; que si popelín o mezcla; que si espigas, celdillas o aguas, aunque la materia no me interesa tanto como para que no repare en que los cartelitos en las estanterías anuncian así las rebajas: "Antes, 24,99 euros; ahora, 25 euros". Pese a los eruditos esfuerzos de la vendedora (así se ha llamado siempre a los que ahora se venden como "comerciales"), no encuentro nada que me convenga y salgo a comer. De camino al restaurante, ando un buen trecho junto a un ciego, un ciego de los de antes, con anteojos oscuros, un bastón blanco que mueve de un lado a otro delante de sí, como un radar de madera, y una tonada en los labios: el ciego canta con afición y tino una de esas coplas antiguas que antes se oían por las calles, entre los albañiles y los repartidores, en los balcones y las bodegas, en las porterías y los bares. Pero ya nadie canta cuando trabaja; ahora solo se guarda un silencio adusto o, como mucho, se mastican imprecaciones. Llego al restaurante y el encargado me asigna una mesita. Así dice: mesita, y también a los demás clientes que van llegando. Me pregunto si será capaz de decir "mesa", o esa palabra ya habrá desaparecido del vocabulario de los camareros de España. La cuenta, sin embargo, no es cuentita, ni la propina, propinita: siguen siendo cuenta y propina, porque está bien subrayar los elementos afectivos del lenguaje, pero no desmedrar lo realmente importante. Mientras espero los platos, leo el Hoy de hoy. En la contraportada hay una columna de Manuel Alcántara, del que hacía mucho que no sabía nada. El artículo me maravilla: fluido, equilibrado, lleno de una gracia ramificante y sutil que propicia asociaciones y recuerdos. Lo de menos es de lo que hable: Alcántara pertenece a esa estirpe de cronistas aéreos y a la vez enjundiosos, en la que han militado, entre otros, Julio Camba, César González Ruano y Francisco Umbral, capaces de escribir sobre nada, pero hacerlo con templanza poética y deslumbrante precisión. Por la tarde, después de visitar la Alcazaba, me recojo en el hotel. Poco antes de llegar, oigo que un sexagenario le dice a otro, que va con muletas: "Tú, con lo gimnasta que eres...". Ya en la habitación, tumbado en la cama y comiendo fruta, veo el telediario, dedicado casi en exclusiva al relato de las novedades judiciales sobre la corrupción en el país España es un fangal cada día más nauseabundo, una telaraña de putrefacción sistemática, una pocilga de ladrones e idiotas— y luego un programa en el que Susanna Griso, la altísima y sonrientísima periodista catalana, entrevista a Cristina Cifuentes, la rubísima y modernísima presidenta de la Comunidad de Madrid. En un punto de la conversación, y hablando, inevitablemente, de la corrupción patria, la Griso le pregunta a la Cifuentes si cree que en "todo español se esconde un Lazarillo", a lo que la dirigente más superferolítica del PP responde, imperturbable, que no, que los corruptos son unos pocos, y que la mayoría de los ciudadanos somos gente honrada (como lo ladrones de Jardiel Poncela). Pienso de inmediato en el propietario que esta mañana me ha pedido que no declare el alquiler a Hacienda. Y luego en el hecho de que el Lazarillo no era un corrupto, sino un pícaro, es decir, un desgraciado, un superviviente. Los corruptos son poderosos que utilizan el poder para enriquecerse ilegalmente; los pícaros eran solo y siguen siendo pobres que utilizaban el ingenio para no morirse de hambre. Que una periodista confunda tan groseramente la naturaleza de uno de los personajes universales de nuestra literatura, es otra prueba de la corrupción, no solo económica, sino también intelectual, de nuestro país. Y que la presidenta de una comunidad autónoma no repare en el error, sino que lo confirme con su respuesta, otra, aún más escandalosa, aunque sea una presidenta muy guay.

martes, 16 de febrero de 2016

Bienvenidos

Inicio hoy este blog, continuador de Corónicas de Ingalaterra, en el cual he hecho constar buena parte de lo que me ha sucedido en mis dos años y medio de residencia en Londres, y también en mis frecuentes visitas a España, así como la valoración de algunos libros que he leído y de algunos acontecimientos literarios de los que he sabido o en los que he participado. De regreso hoy mismo a España, inauguro Corónicas de Españia para poder seguir relatando lo que me suceda como escritor, como lector, como director de la Editora Regional de Extremadura y el Plan de Fomento de la Lectura siempre que ello, como es natural, no contravenga las obligaciones del cargo y mis nuevas responsabilidades públicas y, sobre todo, como persona. Confío y hacerlo quizá sea una presunción o una audacia en que estos relatos sean de algún interés para los lectores, tanto aquellos que provengan de mis corónicas inglesas como los nuevos que se sumen a este foro. Como en mi blog, los comentarios son bienvenidos, aunque sé que mantener abierto el canal para que los rigurosos y bienintencionados expongan su opinión implica pagar el peaje de recibir los detestables anónimos insultantes que nunca faltan en los medios digitales. Pero los doy por bien empleados, si se trata de garantizar la comunicación con la comunidad lectora. Mi esperanza y mi invitación a todos es que mis corónicas españolas tengan tan buena acogida como me parece que han tenido las inglesas, y me sirvan para no sentirme solo en mi nuevo destino. Doy las gracias de antemano a todos los que quieran acompañarme, y espero no defraudarles.

Bienvenidos.