sábado, 20 de febrero de 2016

Las cosas del regreso

Volver a España —esta vez, creo, definitivamente supone reencontrarse con algunos de los rasgos más singulares y, para muchos, más queridos de nuestro país: aquellos que, a pesar de lo mucho que ha llovido desde entonces, y de la indudable modernización, en tantos aspectos, de nuestra sociedad, autorizaban a decir a don Manuel Fraga Iribarne, exministro de Franco y, no obstante, prohombre de la democracia, que España era diferente. En Mérida, dedicado a la grata tarea de buscar piso (y que he resuelto gracias a la literatura: la hermana de un buen amigo mío escritor, también escritora, que se ha trasladado hace poco a Madrid, me ha ofrecido el suyo), me he encontrado con un propietario cuya principal preocupación era que, si le alquilaba el piso, no lo declarase yo a Hacienda, porque eso le obligaría a él a pagar más impuestos; y, si lo hacía, el precio inevitablemente aumentaría. Seguramente, este hombre despotrica de los políticos corruptos, los empresarios trincasobres y los evasores fiscales, y, como él, tantos otros ciudadanos, padres de familia y honrados reclamantes de moralidad, que, sin advertir contradicción, se apresuran a pedir o prestar servicios sin IVA, no declarar ingresos, sisar todo lo que pueden a Hacienda, solicitar ayudas injustificadas o medicamentos innecesarios, y, en general, eludir el cumplimiento de ley en lo que atañe al bolsillo y a las comodidades de la vida. Por las calles, observo una mezcla muy meridional de inventiva y cutrez. En un local comercial, alguien ha puesto un cartel que dice: "Por favor, no pinten en el escaparate", acenefado ya por una maraña de grafitis incomprensibles. Algo más allá, delante de la puerta de carga y descarga de un almacén, y al lado de un colegio, leo en otro letrero: "Se prohíbe despaletizar". Justo en ese momento pasa por la calle una furgoneta con esta leyenda pintada en el chasis: "Los poetas del frío". Pienso, con una punzada de emoción, que a lo mejor es una compañía de titiriteros escandinavos que está haciendo una gira por España aunque últimamente las cosas no pintan nada bien para los titiriteros en este país, pero enseguida compruebo que es solo el vehículo de una empresa dedicada a la refrigeración industrial. Necesito comprarme una camisa, así que me dirijo a una tienda de ropa en rebajas del centro de la ciudad. Allí recibo un curso acelerado de camisería moderna por parte de una vendedora que luce un tatuaje en el cuello y una mano alheñada que si cuellos italianos, semiitalianos o españoles; que si popelín o mezcla; que si espigas, celdillas o aguas, aunque la materia no me interesa tanto como para que no repare en que los cartelitos en las estanterías anuncian así las rebajas: "Antes, 24,99 euros; ahora, 25 euros". Pese a los eruditos esfuerzos de la vendedora (así se ha llamado siempre a los que ahora se venden como "comerciales"), no encuentro nada que me convenga y salgo a comer. De camino al restaurante, ando un buen trecho junto a un ciego, un ciego de los de antes, con anteojos oscuros, un bastón blanco que mueve de un lado a otro delante de sí, como un radar de madera, y una tonada en los labios: el ciego canta con afición y tino una de esas coplas antiguas que antes se oían por las calles, entre los albañiles y los repartidores, en los balcones y las bodegas, en las porterías y los bares. Pero ya nadie canta cuando trabaja; ahora solo se guarda un silencio adusto o, como mucho, se mastican imprecaciones. Llego al restaurante y el encargado me asigna una mesita. Así dice: mesita, y también a los demás clientes que van llegando. Me pregunto si será capaz de decir "mesa", o esa palabra ya habrá desaparecido del vocabulario de los camareros de España. La cuenta, sin embargo, no es cuentita, ni la propina, propinita: siguen siendo cuenta y propina, porque está bien subrayar los elementos afectivos del lenguaje, pero no desmedrar lo realmente importante. Mientras espero los platos, leo el Hoy de hoy. En la contraportada hay una columna de Manuel Alcántara, del que hacía mucho que no sabía nada. El artículo me maravilla: fluido, equilibrado, lleno de una gracia ramificante y sutil que propicia asociaciones y recuerdos. Lo de menos es de lo que hable: Alcántara pertenece a esa estirpe de cronistas aéreos y a la vez enjundiosos, en la que han militado, entre otros, Julio Camba, César González Ruano y Francisco Umbral, capaces de escribir sobre nada, pero hacerlo con templanza poética y deslumbrante precisión. Por la tarde, después de visitar la Alcazaba, me recojo en el hotel. Poco antes de llegar, oigo que un sexagenario le dice a otro, que va con muletas: "Tú, con lo gimnasta que eres...". Ya en la habitación, tumbado en la cama y comiendo fruta, veo el telediario, dedicado casi en exclusiva al relato de las novedades judiciales sobre la corrupción en el país España es un fangal cada día más nauseabundo, una telaraña de putrefacción sistemática, una pocilga de ladrones e idiotas— y luego un programa en el que Susanna Griso, la altísima y sonrientísima periodista catalana, entrevista a Cristina Cifuentes, la rubísima y modernísima presidenta de la Comunidad de Madrid. En un punto de la conversación, y hablando, inevitablemente, de la corrupción patria, la Griso le pregunta a la Cifuentes si cree que en "todo español se esconde un Lazarillo", a lo que la dirigente más superferolítica del PP responde, imperturbable, que no, que los corruptos son unos pocos, y que la mayoría de los ciudadanos somos gente honrada (como lo ladrones de Jardiel Poncela). Pienso de inmediato en el propietario que esta mañana me ha pedido que no declare el alquiler a Hacienda. Y luego en el hecho de que el Lazarillo no era un corrupto, sino un pícaro, es decir, un desgraciado, un superviviente. Los corruptos son poderosos que utilizan el poder para enriquecerse ilegalmente; los pícaros eran solo y siguen siendo pobres que utilizaban el ingenio para no morirse de hambre. Que una periodista confunda tan groseramente la naturaleza de uno de los personajes universales de nuestra literatura, es otra prueba de la corrupción, no solo económica, sino también intelectual, de nuestro país. Y que la presidenta de una comunidad autónoma no repare en el error, sino que lo confirme con su respuesta, otra, aún más escandalosa, aunque sea una presidenta muy guay.

1 comentario:

  1. Querido Eduardo: a veces las cosas no son lo que parecen. Pasó una vez con un conocido banquero y ahora está volviendo a pasar. Sé que mi opinión es totalmente minoritaria, pero es la mía. Un beso muy fuerte hasta Mérida.

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