sábado, 19 de marzo de 2016

La biblioteca de Barcarrota

Hoy he visitado la Biblioteca de Extremadura, en Badajoz. Tenía una reunión allí con Julia, la directora, y con otras personas de la Secretaría de Cultura. He llegado con alguna antelación, y me ha atendido Javier, un simpático y muy competente técnico, que se ha aprestado a enseñarme las instalaciones. No obstante, su amable intención ha chocado con un prosaico impedimento: yo necesitaba comer algo. Era casi la una y llevaba desde las siete de la mañana sin meter ni un triste café en el cuerpo. Diligente, Javier me ha llevado a la cafetería de la Universidad porque la Biblioteca y la Universidad comparten las instalaciones para que aliviara mi desfallecimiento, aunque no he podido evitar una decepción cuando le he preguntado al camarero qué había de comer y me ha contestado que, a esa hora, "las tostadas ya se habían acabado". Yo he esperado unos segundos mirándolo de hito en hito, confiando en que hubiese algo más que tostadas, pero él me ha sostenido la mirada sin decir oxte ni moxte; o sea, no había nada. Resignado a que el estómago siguiera recriminándome el vacío a que lo tenía sometido ("¿dónde está mi pitanza?", clamaba), le he pedido un café con leche, grande, eso sí. El hambre, como el dolor, son malos compañeros de trabajo: distraen. El cuerpo ha de estar fino para que el cerebro funcione. Sin embargo, cuando el camarero me ha servido el café con leche, me ha vuelto a mirar con un destello de lucidez en los ojos, en aquellos ojos antes vacíos, y me ha preguntado a quemarropa: "Claro que también le puedo hacer unas migas". ¿Unas migas a la una de la tarde y acompañadas por un café con leche? "¡Vengan!", he contestado sin vacilar. A esa hora, y en mi estado, habría aceptado tarántula asada, como Félix Rodríguez de la Fuente en las selvas de Borneo. Y así, en la cafetería de la Biblioteca de Extremadura, mientras Javier me contaba la historia de la institución y su fantástica arquitectura, me he zampado unas migas en las que he contabilizado un cacho de pimiento, dos recios ajos y, lo más devastador, un número indeterminado de trozos de chorizo. Y todo bien regado con un café con leche cosecha de 2016; del 18 de marzo de 2016, concretamente. Tras el apabullante festín, Javier me ha llevado a ver la joya de la corona de la institución: la biblioteca de Barcarrota, el conjunto de diez libros, un manuscrito y una nómina de la primera mitad del s. XVI que se descubrió en 1992 cuando se hacían obras en una casa del pueblo del mismo nombre, en la provincia de Badajoz. El albañil atravesó con el pico un muro de 500 años de antigüedad y lo sacó con un atadijo de libros clavado a él. El conjunto estaba emparedado, es decir, encerrado entre dos tabiques de la vivienda, envuelto en trapos y atado, y rodeado de paja. Esta sencilla forma de ocultarlo fue su mejor protección y aseguró su conservación. El clima seco del pueblo contribuyó a ella, pero lo fundamental fue esa paja que actuó de insuperable aislante. Recuerdo el momento en el que se dio a conocer la noticia (en 1995: tres años después del hallazgo) y me recuerdo a mí viéndolo en la televisión. Pensé: Qué maravilla. Esto es lo que uno ha soñado siempre (junto con algunas otras cosas menos confesables): derribar un muro, abrir una alacena o hurgar en un desván, y que aparezca un tesoro. Porque aquello era un tesoro: no de monedas de oro, sino de algo mucho más valioso: de literatura, de historia, de pensamiento, de sociedad, de sentimientos humanos. Las investigaciones de los eruditos han identificado al dueño del hato de libros: Francisco de Peñaranda, un médico judeoconverso de Llerena que los sustrajo al fuego al que, de ser descubiertos, habrían ido sin duda (y quizá él con ellos). La mayoría de las obras de Barcarrota estaba incluida en el Index Librorum Prohibitorum, esa contribución eclesiástica una de tantas al progreso del pensamiento humano, que había conocido una amplia edición en 1559, de la mano del inquisidor Fernando de Valdés, y muy señaladamente las principales piezas del conjunto: una segunda edición del Lazarillo de Tormes, hecha en Medina del Campo en 1554, y La muy devota oración de la emparedada, en portugués, condenada por la Inquisición por supersticiosa y aberrante, cuyo único ejemplar conservado, de 1525, es este (los portugueses andan locos por recuperarla, y hasta han propuesto un trueque de libros: la oración de la emparedada por algún volumen español; los responsables de la Biblioteca, por supuesto, se han negado). Y los que no lo estaban, porque no habían cobrado aún forma de libro ni, por lo tanto, habían sido identificados por el ojo aterrador del Santo Oficio, como el manuscrito erótico Dialogo Intitolato la Cazzaria del Arsiccio Intronato, reunían también todas las características para ser interdictos y, por lo tanto, quemados. Ha habido cierta polémica esas fascinantes polémicas de los filólogos sobre la condición del propietario de la biblioteca de Barcarrota: tras unos escarceos iniciales, el profesor Francisco Rico sentó cátedra al afirmar, en un artículo publicado en El País en 2000, que "los ejemplares de Barcarrota tienen toda la pinta de haber salido, no de una biblioteca particular, sino de las mesas de un librero irresoluto e ignorante, que prefirió ocultar mejor que destruir las obras suspectas que hubieran debido someter a la Inquisición, y al hacerlo revolvió justos con pecadores". Como puede apreciarse, el docto profesor se expresa con la mesura que lo caracteriza, pero su tono no ha arredrado a algunos tenaces investigadores, como Fernando Serrano Mangas, que ha demostrado, en El secreto de los Peñaranda, la condición de médico de Francisco de Peñaranda y la coherencia del conjunto, muy propio de un galeno del Renacimiento. Para ver los libros de Barcarrota, Javier me introduce en la sala de "raros y curiosos", aunque él prefiere llamarla "el fondo antiguo". Sí, queda más técnico: la otra denominación me recuerda al circo Barnum. Allí, en el centro, hay un gran armario que es, en realidad, una caja fuerte. "Y totalmente ignífuga", precisa Javier. "Esto podría estar ardiendo durante horas, y lo que guarda no sufriría ningún daño". Da vueltas en la cerradura con una llave de seguridad y tira de una gruesa manija. Las puertas del enorme taquillón se abren como lo harían las de Fort Knox; y son casi igual de gruesas. Pero la protección continúa en el interior: dentro de la caja hay otra caja, más pequeña, pero igualmente de seguridad. Otra llave la abre y, cuando creo que por fin voy a poder ver los libros, descubro que cada uno está guardado en un tercer contenedor, una caja de un material que no sé identificar, pero que parece pasta o robusto cartón, hecha a medida. Javier se pone los guantes y yo, claro, sigo su ejemplo: apenas me cubren las manazas, pero hacen su trabajo. Muchas cosas me llaman la atención, pero quizá lo más sorprendente sea el perfecto estado de conservación de los libros: el Lazarillo mismo parece haber salido anteayer de la imprenta (de los hermanos Mateo y Francisco del Canto) y casi todos los demás aparecen asimismo legibles y lozanos. Solo en algunos ha habido que injertar papel. Así dice Javier: el injerto de papel es una técnica novedosa que permite recuperar las partes perdidas de las hojas, restituyéndoles su forma y textura originales. Y el resultado es espectacular: el injerto apenas se distingue a la vista y nada al tacto: uno pasa el dedo por el punto en el que se unen el papel nuevo y el viejo, y no nota cicatriz alguna: está perfectamente liso. Los libros huelen yo siempre huelo los libros a viejo, lo que apenas sorprende, pero no a sucio ni, lo que sería peor, a húmedo. No han sufrido la acción de los insectos. No tienen manchas. Los lomos están enteros y hasta cosidos. La tinta se conserva intensa y clara. Los idiomas son muchos castellano, latín, italiano, portugués y francés, y un volumen, Precationes aliquot celebriores, se parece a la piedra Rosetta: está escrito en latín, griego y hebreo: Peñaranda era un políglota, pero todos se reconocen y leen sin dificultad. Las ilustraciones, asimismo preservadas salvo el alboraique, el animal mítico, entre caballo y mulo, que en uno de los volúmenes recibió el golpe del pico del albañil que los descubrió; en el agujero también se ha insertado papel son deliciosas. Javier me enseña la nómina, el amuleto de Fernando Brandao, que acompaña al conjunto y que, de hecho, es su pieza duodécima, la cual, por su circularidad y sus inscripciones, con un tetragrámaton en el centro, me recuerda a la máquina de la verdad de Raimundo Lulio. Siento una emoción especial con el Lazarillo en las manos. Lo que hasta ahora solo había sido para mí una idea, un texto cuya materialidad se diluía en la multitud de ediciones y papeles posibles, se ha convertido en un objeto único, en un ser original, en una certeza corpórea: se ha encarnado y, teniendo en cuenta cómo ha llegado a nosotros, se puede decir que también ha resucitado. La excitación me ha abierto el apetito. Creo que me voy a comer otras migas.

1 comentario:

  1. Jajajaja. ¡Lo que hubiera dado Lázaro por esas migas! Parece Vd. tan sediento y hambriento como él, aunque el alimento sea más etéreo y, sin embargo, consista en su materialidad. Leyendo esta entrada me recuerdo tratando de transmitir cual juglar ese momento de misterio y descubrimiento a mis alumnos.
    ¿Qué hay que hacer para ponerse esos guantes?

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