martes, 15 de marzo de 2016

La soledad, el carné de identidad y la literatura

Nunca había pasado una enfermedad solo. De hecho, nunca había vivido solo. Es un constatación inquietante, que me repito, entre incrédulo y desconcertado: nunca había vivido solo. Lo estoy haciendo ahora, en Mérida. Y, así, rodeado por nadie, he penado una gripe, una de esas gripes abellacadas que te empujan a la cama como si un ejército de gnomos te hubiera vapuleado cada centímetro del cuerpo. La soledad del enfermo es terrible, y solo cuando se experimenta se da cuenta uno de la más terrible aún, ilimitada, en la que deben de vivir todos aquellos en los que no pensamos, pero que sufren padecimientos mucho mayores que los del griposo: viejos sin familia (o con familia indiferente), viudos o divorciados sin compañía, huérfanos, emigrantes, locos. El consuelo que supone que alguien te prepare un caldo caliente o una limonada con miel, o que baje a la farmacia a comprar ibuprofenos o clínex; la compasión de que te escuche, aunque suenes como una bocina estropeada, y de que soporte las ráfagas de estornudos (y el desmoronamiento de la imagen que proyectamos: ya no somos dinámicos y profesionales, ni llevamos la camisa planchada y el pelo arreglado: ahora parecemos una cama deshecha) sin huir de tu lado; el calor de la piel del otro, la melodía de su voz, su doméstica y acariciadora presencia, todo eso pierde quien está solo y enfermo: todo eso añora. (A ratos, en lo peor del trancazo, me imaginaba morir en aquella soledad, y que me descubrirían al cabo de unos días, o quizá semanas, sentado en el sofá, con una manta en las rodillas ya en proceso de descomposición, delante del televisor encendido. Pero reconozco que era un delirio exagerado, si es que alguno no lo es). Sin embargo, lo peor de la vida en soledad, sobre todo para quien no la ha conocido nunca, no es el trance o la dolencia físicos: ese es solo el ápice. Lo peor es el hartazgo de uno mismo. Como no hay con quien compartir los gestos, las actividades, los silencios, uno acaba siendo su único destinatario, su único interlocutor: la conciencia de sí se aguza, hasta el punto de que cada movimiento chirría como un punzón en un cristal; la certeza de nuestro propio torpor, de nuestra propia espesura, sin escapatoria ni trascendencia, abruma hasta el aturdimiento, un aturdimiento, no obstante, que conlleva también una urgente lucidez; hasta la quietud crepita de absurdidad: de yo pastoso y sin propósito. Se parte una nuez, y el crujido de la quebradura resuena tanto en las paredes del piso como en las del cráneo; voy por el pasillo al baño, y el chop-chop de las chanclas ocupa todo el espacio de la percepción, con una plenitud incongruente con su condición de ruido plebeyo e irrisorio, oscureciendo hasta apagar las evoluciones de la sonata para violín op. 2 de Antonio Vivaldi que suena en itunes, y que acompaña la redacción de esta entrada; llama, en fin, el teléfono, y uno se pasma de ser capaz de hablar y de informar sobre su vida a una encuestadora de Movistar que quiere conocer nuestros hábitos de comunicación, dice, y que no pretende, recalca, vendernos nada. Y uno, que no se tiene ya en demasiada estima, consciente como es de su cargamento de impericias y cobardías, acaba hastiado de lo que hace, y de que eso que hace solo redunde en su propia y atribulada conciencia. 

(Quiebro el mandato del maestro Manuel Alcántara y, en lugar de guardar una para otro día, cuento dos cosas en una misma entrada. Será que las encuentro extrañamente relacionadas).

Hoy me toca renovar el carné de identidad. Renovar el carné de identidad es una de esas penosas obligaciones que todos los españoles hemos de cumplir inevitablemente, como ir al callista o soportar las campañas electorales. Por suerte, la comisaría a la que el sistema de cita previa de la policía me ha remitido para despachar el aflictivo trámite está justo delante de mi trabajo: pocas veces he tenido tanta suerte. Provisto, pues, de mi D. N. I. antiguo y ya caducado, de una foto tamaño carné que me tomé ayer en un fotomatón de Mérida (debía de hacer veinte o veinticinco años que no utilizaba un fotomatón; los fotomatones solo servían en mi adolescencia para que tonteáramos con las novias, o con las que pretendíamos que lo fueran, y hasta les palpáramos atolondradamente las carnes), un libro con el que entretener la previsible espera, y una carretada de paciencia, de la que la experiencia me ha enseñado a hacer acopio siempre que vaya a tener tratos con la Administración, acudo a las dependencias policiales. En la sala de espera escandinava: limpia, iluminada, insulsa me encuentro apenas a cinco o seis personas, a las que pido tanda, pero no hace falta: llaman a cada cual por su nombre. Al cabo de muy poco, unos minutos antes incluso de que se cumpla la hora de la cita, y cuando apenas he tenido tiempo de abrir el libro, una funcionaria se levanta de una mesa y nos pide a todos el nombre. Cuando se lo doy, me hace pasar el primero: otra insólita ventura. Empezamos ambos el protocolo, que se desarrolla con una fluidez para mí sorprendente. Además, ya no hay que pringarse los dedos de tinta, ni estamparlos en un trozo de cartón (y luego secárselos, nunca bien, con un clínex barato), como si fuera uno un facineroso al que le cogieran el número. La funcionaria es joven y de aspecto agradable, aunque el automatismo de los que hacemos me impide verla como la vería en cualquier otra circunstancia; y seguramente a ella le pasa lo mismo conmigo: estas gestiones robotizan al ciudadano y al empleado: los deshumanizan. Sí percibo, hincado en su piel, un tedio funesto, un tedio inacabable, fruto del infierno de la repetición. Debe de hacer estos mismos gestos y pronunciar estas mismas palabras docenas de veces al día, centenares a la semana, miles al mes. Los trabajos mecánicos estragan como ninguno: un trabajo como este acabaría con Supermán más deprisa que la kriptonita. Unas sutiles ojeras y las pupilas sin vida de la funcionaria lo acreditan. Pero de repente se vacía del aburrimiento que le entela la mirada y me pregunta: "¿Qué está leyendo?". Cojo el libro que he dejado en la silla vecina, le enseño la portada y le respondo: "Cien centavos, de César Martín Ortiz, uno de los mejores prosistas españoles de los últimos treinta años. Un escritor apenas conocido, quizá porque murió con solo 52 años, pero un autor excepcional". Y seguimos hablando de literatura, mientras ellas continúa con el protocolo de renovación del documento nacional de identidad. Su expresión se ha encendido, como si el cortocircuito del aburrimiento se hubiera enmendado. Vuelve a ser un ser humano. Y yo, abandonada la condición de administrado, también. Sigo ponderándole a Martín Ortiz, y hasta dudo si leerle un fragmento de una de las últimas crónicas que he leído del libro, que reúne lo mejor de Pla, Camba, Ruano, Umbral y Millás (finalmente, no me atrevo a hacerlo; pero no me resisto a transcribir aquí lo que le hubiera leído: "Reputamos de hortera chambón u hortera inespecífico al gordo que viste ropa deportiva. Es hortera sin dinero pero rijoso, al que le tiran las mujeres, pero, como no es tonto, sabe que las mujeres no quieren nada con gordos pobres; de ahí que vaya por la calle vestido como los jugadores de balonmano, porque así da a entender que está en vías de regeneración de gordo y que solo es gordo accidental y no sustantivo. En su versión más taimada, lleva de bar en bar una bicicleta en la que no se sube nunca, empujándola por el manubrio. Las mujeres lo ven sudando y creen que es por el deporte y no por las bandejas de callos picantes que se enhebra antes de comer. Como hay muchas que son crédulas y que están necesitadas de cariño, entornan los ojos y lo quieren ver prospectivamente más delgado, y admiran su fuerza de voluntad, que quizá logre conducirlo a la riqueza, y de este modo el gordo chambón consigue de vez en cuando arrimar material"; de "Definición y letanía de los horteras I. Versiones masculinas"). En los poco más de cinco minutos que dura toda la operación, nos da tiempo a hablar del elitismo de algunos escritores, de la necesidad de publicidad para que se difunda su obra que yo pongo en práctica anunciándole que mañana participaré en un recital poético en la Biblioteca de Mérida con ocasión del Día Mundial de la Poesía; ella me promete asistir, aunque veremos y de amigos escritores comunes. Y, mientras hablamos, ella sigue haciendo sus cosas administrativas, como empujarme bien el índice de la mano derecha contra el lector informático que recoge la huella ("¿no le hago daño, verdad?") o devolverme el D. N. I. antiguo "de recuerdo" (las fotos de nuestros carnés de identidad son una de nuestras biografías más objetivas: si las pusiéramos una al lado de la otra, desde nuestra primera expedición hasta nuestra muerte, tendríamos un relato visual irreprochable de nuestra existencia y nuestro fin). Cuando hemos acabado, le digo que nunca me habría imaginado renovarme el carné hablando de literatura, pero que ha sido muy agradable. Y lo ha sido. Sobre todo, comprobar cómo, cada vez que lo hacía ella, su mueca de apatía desaparecía, para volver otra vez cuando recaía en el tremedal burocrático. Era como un semáforo de vitalidad e indiferencia. No sé cómo se llama. Pero espero averiguarlo si viene al recital de mañana.

4 comentarios:

  1. Las multitudes que me habitan te deseamos salud plena, Eduardo.
    Y específicamente para el de la bicicleta: "All life is a stage and a game: either learn to play it, laying by seriousness, or bear its pains."

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    1. Gracias, mi whitmaninano anónimo.

      El de la bicicleta debe de seguir sudando por ahí...

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  2. He leído tu entrada y me han venido estos versos de Basilio Sánchez

    porque nada concede mayor veracidad a su silencio
    que el ruído de sus pasos

    Un abrazo y muchos ánimos


    Amelia

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    1. Bienvenidos sean los versos de Basilio, siempre tan precisos, siempre tan evocativos.

      Y bienvenidos sean tu comentario y tu presencia.

      Un gran beso.

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