miércoles, 23 de marzo de 2016

Un día en Hoyos (y alrededores)

Me levanto tarde. No debería: tengo trabajo, pero quiero prolongar la delicia de las sábanas tibias, del duermevela a la luz creciente de la mañana que se filtra por las contraventanas entornadas del balcón. Me ducho: mientras el agua caliente me envuelve el cuerpo, el verde de los campos, con cicatrices de palmeras y abedules, me envuelve la mirada. Bajo al comedor. Aún no he decidido qué hacer primero, si desayunar o ir a comprar el periódico. Depende de la hora: a partir de las once, es difícil que queden ejemplares de El País en el único quiosco del pueblo. A veces se agotan incluso antes. No entiendo por qué la quiosquera no pide más estos días vacacionales, cuando el pueblo rebosa de turistas y visitantes, pero así ha sido siempre, y así me temo que seguirá siendo siempre. Se trata, pues, de sopesar necesidades contrapuestas: la de tomar un café con leche para inaugurar el cuerpo o la de hacerme con la prensa para inaugurar el día. Pero ya lo he dicho: es tarde, así que me decanto por el periódico. Al salir al patio, veo que la vecina (a la que hace poco nos hemos enterado de que en el pueblo llaman "la chula", y no me extraña) ha puesto una verja en la puerta del suyo, como si esto fuera una rica propiedad urbana que hubiera que defender de los desvalijadores y hasta de los asesinos. Hoy luce el sol, pero sigue haciendo frío, ese frío pascual que aún conserva filos invernales. Me cruzo con Marcel, que sale a pasear los perros. Marcel es un artista audiovisual mexicano que vive en Hoyos, como tantos otros artistas y creadores que residen en la zona. Nos intercambiamos los buenos días. El País viene hoy con la noticia de los atentados en Bruselas: 34 muertos, de momento, y más de 200 heridos: una hazaña más del Estado Islámico y su Corán criminal. Al llegar a casa, hago un zumo de naranja y desayunamos. Como siempre, se establece una sorda competencia entre Ángeles y yo: ella quiere contarme cosas y yo quiero leer el periódico. Y como todo en el matrimonio, el entendimiento requiere transigir: ella no me cuenta todo lo que le gustaría, para que yo pueda ojear las noticias, y yo no leo con la concentración que quisiera, para escuchar lo que ella tenga que contarme. Luego me subo un rato al estudio a corregir la traducción que he de entregar dentro de tres semanas. No sé si me dará tiempo a pulirla como desearía. La traducción es un ejercicio estragante e inacabable, una tortura de opciones y dudas. Uno siempre sospecha que, de las muchas formas que hay de decir bien algo, ha elegido la menos buena, la más improbable, la más perfectible; y eso por no hablar del miedo permanente a no haberlo dicho bien: a haberse equivocado en la interpretación, a haber obviado un modismo o pasado por alto una referencia cultural o un doble sentido. Sufro asimismo por otro motivo: en Londres las traducciones me llenaban el tiempo, que me sobraba (y también nutrían la cuenta corriente, que, sin el gotero de la nómina, bien que lo necesitaba, aunque sin llegar a llenarla); aquí me consumen un tiempo menguante y ya sobrecargado de obligaciones, y una mente ocupada en otras cosas. Pero el deber es el deber, y he de seguir trabajando por cumplir lo acordado. Un par de horas después, Ángeles y yo decidimos salir. Iremos a Portugal, un lugar cercano y exótico, del que ya conocemos muchos rincones. Hoy nos apetece visitar Lajeosa, un pueblecito pegado a la frontera (Lajeosa da Raia, se llama oficialmente) en el que hay un gran negocio de antigüedades y decoración. Ya lo visitamos hace varios años, cuando lo dirigía Ilidio, un comerciante luso con un español perfecto, adquiridos en un trasiego fronterizo constante. Pero Ilidio murió no hace mucho, de un cáncer de vías biliares. Hoy lleva la casa su hija, que nos atiende con cordialidad. Pero llegar a Lajeosa, pese a su cercanía, no nos ha sido fácil. Hemos tenido que desviarnos para poner gasolina en el coche, que estaba peligrosamente cerca de la reserva quedarse sin combustible en estos parajes apenas poblados es un infierno, y luego se nos ha hecho largo y tortuoso, a long and winding road, llegar a nuestro destino. Al cruzar la frontera, hemos comprobado la diferencia en el estado de las carreteras entre Portugal y España, una metáfora de la situación de ambos países. En la raya misma, el asfalto negro y bien cuidado del lado español se convierte en otro gris y rugoso, lleno de arañazos y rasposidades, por no decir agujeros engullidores, del lado portugués. Los pueblos muestran asimismo un desmadejamiento entristecedor, un aire mortecino y exangüe. Nos es imposible encontrar un lugar donde comer. Después de mucho trajinar, localizamos un mesón en Aldeia Velha, pero hemos llegado tarde: son las tres y a esa hora la cocina ya está cerrada. Optamos por avituallarnos en un minisupermercado del pueblo. El establecimiento se diferencia poco de una cueva: es pequeño y oscuro, aunque le da vida la pandilla de críos que juega y corretea por entre los magros estantes. Uno de los pequeños es la hija de la dueña, que busca su amparo, llorando, después de que otro menino le haya hecho una de esas terribles trastadas que hacen los niños. La señora nos ha cortado un poco de chorizo y de queso, con los que, entre rebanadas de pan, atenderemos la vicisitud del almuerzo, y ahora nos está cobrando los víveres, un par de botellas de agua y un queso de oveja apestoso, muy prometedor, que hemos añadido al capazo, y del que pensamos dar cuenta, con calma y vino, en casa. Con el zurrón lleno, buscamos un rincón junto a la carretera para traspasar su contenido a nuestras panzas. Partimos el pan con las manos y nos llenamos de migas. Comemos en silencio. En la radio suenan los concerti grossi, op. 6, de Antonio Correlli, y a nuestro alrededor se extienden canchos y matorrales, olivos y encinas, y un cielo azul que desmiente los cielos metálicos que han prevalecido estos días de lluvia. Nadie se cruza con nosotros. A lo lejos suenan algunos esquilones, tan desfallecientes como las calles por las que acabamos de pasar. Cuando acabamos el quijotesco ágape, buscamos el negocio del difunto Ilidio. Hemos de preguntar varias veces, porque ningún letrero lo anuncia por ninguna parte. De hecho, ni siquiera el propio negocio se anuncia: se encuentra en una nave hermética e impersonal, sin señal externa alguna de su actividad. Llamo al timbre, temiendo que esté cerrado, pero me abre la hija de Ilidio, cuyo castellano se revela también excelente. Su primera recomendación es que nos abriguemos, porque dentro hace mucho frío: más que fuera. Paseamos un buen rato por los largos pasillos de la nave, atiborrados de mesas y mesitas, vajillas, cuadros, lámparas, sillas y sillones, jofainas, armarios, juegos de café, porcelanas, ceniceros, esculturas, paragüeros, espejos, arte africano, crucifijos y teléfonos, entre los cuales descubro numerosos cadáveres de moscas, que no sé si habrán muerto de frío o llevarán ahí desde antiguo. Libros, en cambio, hay pocos. Reviso, no obstante, todas las estanterías en las que se disponen: hay que mirar siempre, aun cuando creamos que solo encontraremos basura: en todo estercolero puede ocultarse una joya. Compruebo que, en efecto, predominan las ediciones baratas y sin valor, pero descubro un Trésor de la Poésie Universelle, de Gallimard, publicado en 1958, cuyos antólogos son Roger Caillois uno de los mejores críticos literarios del s. XX y Jean-Clarence Lambert, y que está perfectamente conservado; más aún: está intonso. La hija de Ilidio subraya su antigüedad por ese hecho: que las páginas no estén cortadas. Cuesta dos euros, como indica una etiqueta ignominiosamente pegada al lomo del volumen con celo, ese material aborrecible, que se oxida y mancha para siempre el papel. Solo nos llevamos eso, aunque Ángeles se ha quedado mentalmente con dos sillones de madera de palisandro para el patio de Hoyos. Volveremos más adelante, cuando hayamos acopiado los 600 euros que cuestan los mueblecitos (aunque esperamos regatear), pero hoy regresamos ya al pueblo. Aún no ha anochecido cuando llegamos, esta vez sin extraviarnos por las carreteras casi olvidadas de la región. Tenemos tiempo todavía de dar un paseo por los alrededores. Las secuelas del incendio del pasado verano son aún visibles y lo serán, ay, durante muchos años, pero la gente ha ido limpiando y adecentando las parcelas, y ya no causan la impresión deprimente de hace unos meses. Además, la naturaleza sigue su curso: la hierba crece, los campos se cultivan, la humedad retorna; la vida pinta de verde y oro lo que se ennegreció de golpe. La luna llena llena ahora el cielo de una palidez argentina. Olemos a eucalipto y a roble: aromas espesos y delicados. Pasamos por la casa de nuestros amigos Toña y José Antonio, pero no hay nadie. Vemos que en la cercana casa cuartel de la Guardia Civil han acabado las obras que empezaron el verano pasado: una valla metálica la circunda ahora. La seguridad ha mejorado, pero la vista de la hermosa piedra del edificio ha empeorado: todo sea por la patria. Por fin en casa, leo un rato Fiebre y compasión de los metales, de María Ángeles Pérez López, una de las mejores poetas españolas de hoy, que quiero reseñar para Cuadernos Hispanoamericanos. En la tele dan luego detalles del atentado de Bruselas. Empachados de indignación, decidimos consolarnos con alguna comedia y vemos Fanfan La Tulipe, de Vincent Pérez y Penélope Cruz, un chascarrillo dieciochesco con algunos momentos afortunados. El queso de Aldeia Velha es gratamente devastador. La noche se adensa, igual que nuestro cansancio. Nos acostamos. Mañana será otro día.

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