martes, 29 de noviembre de 2016

En la Feria Internacional del Libro de Quito (2): catedrales, generales y obispos asesinados

Quito es, como la mayoría de las capitales hispanoamericanas, una urbe grande y desordenada, a menudo caótica, pero que contiene algunos tesoros incomparables, casi todos vinculados con el barroco quiteño, la escuela de arte que predominó en el país en los siglos XVII y XVIII. Esos tesoros se encuentran en su centro histórico, el barrio que ciñen dos elevaciones: la Basílica del Voto, al norte, y el cerro del Panecillo, al sur. Subrayo que ambas prominencias no limitan la ciudad, sino solo su núcleo antiguo: San Francisco de Quito se extiende muchísimos kilómetros más allá, en ambas direcciones. Este barrio central, donde se encuentran también las principales instituciones del Estado, empezando por el palacio de Gobierno, en la plaza Grande, tiene otra característica relevante: es un barrio vivo, real, esto es, no se ha gentrificado, como se dice por ahí, con horrendo anglicismo, cuando se quiere aludir a una zona de la que se ha expulsado a la población original para alojar a otra, foránea, que llega con más dinero y, por lo tanto, con mayores probabilidades de hacer negocio, o bien, simplemente, para constituir un parque temático que reúna las atracciones turísticas más rentables de la ciudad, sin la molestia de la gente, sobre todo de la gente pobre. Así ha sucedido en algunos lugares, como Venecia, donde ya no quedan venecianos, y así está sucediendo en otros, como Barcelona, donde algunos distritos son solo escenarios de piedra, en los que no hay más que turistas y negocios para los turistas. Quito, por suerte, todavía no ha llegado a esto. Allí se cruza uno con turistas, desde luego, pero también con trabajadores (encorbatados y manuales), y familias, y puestos callejeros c0n los productos más variopintos, y escolares (todos uniformados), e indígenas. Estos, los indígenas, los más pobres de todos, siempre llevan algo a la espalda: un colchón, o un fardo con fruta, o un niño. Ecuador es un país muy católico, a pesar del evangelismo rampante que le está mordiendo las entretelas a la Iglesia de Roma, y conserva con primor la herencia religiosa de los españoles. Hay iglesias por doquier. La catedral, situada también en la plaza Grande donde observo a muchos limpiabotas velando metódicamente por el brillo del calzado patrio; uno de ellos vende lotería al tiempo que unta el betún y pasa el cepillo, no es espectacular por fuera, pero alberga mausoleos e historias interesantes, amén de un hermoso retablo verde y oro tras el altar principal. Se empezó a construir en 1562 y no se acabó hasta 1806. En la fachada, cerca de la entrada, veo varias placas. Una, misteriosa, dice así: "Al pueblo ecuatoriano en gesto heroico y acto de civismo sin precedentes, el 5/2/1997 el pueblo ecuatoriano en unidad patriótica desterro (sic): la soberbia, el despotismo, la corrupción y la incapacidad de un gobierno que accedio (sic) al poder engañando y no supo cumplir con sus promesas. Gobernantes tened presente que los escuatorianos estamos vigilantes somos jueces y sabemos castigar. Quito, 5/3/1997. F. D. I.". Seguramente los ecuatorianos entenderán muy bien el mensaje, y sabrán qué pasó el cinco de febrero de 1997 y quién o qué es "F. D. I.", pero para un gachupín como yo (aunque no sé si aquí a los españoles se nos llama gachupines, como en México, o gallegos, como en la Argentina, o godos, como en las Canarias) es rigurosamente incomprensible, aunque pueda sospecharse su razón de ser. En todo caso, las instituciones o particulares que promueven estos recordatorios y, en su defecto, quienes los acogen, como el arzobispado quiteño deberían comprobar la ortografía y la puntuación con algún experto (dado que ambas materias parecen haberse convertido en un saber arcano para casi todos) a fin de garantizar la inteligibilidad, el aseo y, en suma, la dignidad del mensaje. En la catedral, en una capilla contigua a la sacristía, se encuentra el mausoleo del mariscal Antonio José de Sucre, el vencedor de Ayacucho y libertador del Ecuador. El 24 de mayo de 1824, los 3 000 hombres bajo su mando peruanos, colombianos, ecuatorianos, algunos españoles que habían cambiado de bando y hasta un batallón de voluntarios británicos, siempre deseosos de zurrar a sus inveterados enemigos europeos, el Albión se enfrentaron a las fuerzas realistas, parecidas en número, capitaneadas por el general Melchor Aymerich, presidente de la Real Audiencia de Quito. Lo singular del enfrentamiento fue que se produjo en las escarpadas laderas del volcán Pichincha, que se eleva junto a Quito, a más de 3 000 m sobre el nivel del mar. Allí, con poco margen para maniobrar y aún menos para que la caballería pudiese operar, se libraron feroces combates de infantería, que, tras muchas horas de batalla, parecían decantarse en favor de los realistas. Y cuando el batallón Aragón, la mejor unidad de que disponía Aymerich, formado por veteranos de la Guerra de la Independencia fogueados también en las guerras americanas, desgajado del cuerpo principal de sus tropas para que rodeara por la cima del volcán a los rebeldes y los atacara por retaguardia, parecía que iba a descargar el golpe definitivo, se encontró con que los británicos del Albión, de cuya situación Sucre no estaba seguro, habían llegado antes a la cumbre y lo sometían a devastadoras descargas de fusilería. El Aragón aguantó con entereza la lluvia de fuego, pero, tras sufrir muchas bajas, acabó desintegrándose. Sucre lanzó entonces, a la bayoneta, al batallón colombiano Alto Magdalena, que había tenido ocasión de recomponerse después de los reveses iniciales, contra la línea realista, castigada y exhausta, que no pudo resistir la acometida y se rompió definitivamente. Sucre ganó, así, la batalla de Pichincha y entró al día siguiente en Quito. Seiscientos cadáveres quedaron en el campo: 200 americanos y 400 españoles. En el mausoleo de la catedral se le llama "noble domador de España" y su austera urna, de andesita, una piedra negra del Pichincha, aparece rodeado por todas las banderas de los países a cuya independencia contribuyó y numerosas placas de homenaje: hay varias de Chile, Bolivia y Argentina, pero Venezuela, inflamada de fervor bolivariano, se lleva la palma: ha entregado nueve. La catedral de Quito ha contemplado otros sucesos fascinantes, además del funeral y entierro de Antonio José de Sucre. El 30 de marzo de 1877, en la misa de Viernes Santo, fue envenenado aquí el obispo de la ciudad, José Ignacio Checa y Barba, por el expeditivo y muy poco eucarístico procedimiento de echar estrictinina al vino de consagrar. Se conoce que el prelado no apoyaba las medidas antirreligiosas del gobierno del general Ignacio de Veintemilla que, por cierto, había accedido al poder dos años después de otro asesinato, el del presidente Gabriel García Moreno, en 1875, a la salida de esta misma catedral: ambos, Veintemilla y García Moreno están enterrados en ella; no así Checa y Barba y aquella oposición le granjeó, al parecer, la muerte. Qué estupendas las luchas de poder en las que durante milenios ha estado involucrada la Iglesia (y que llegan hasta el fallecimiento de Juan Pablo I el Breve). Qué magnífica aunque dolorosa y terrible para él, desde luego la imagen de un obispo que perece tras ingerir la sangre de Cristo, dadora —en este caso, literalmente de vida nueva y eterna. Tras todos estos macabros y truculentos acontecimientos, ¿quién quiere novelas policiacas o históricas para entretenerse?

sábado, 26 de noviembre de 2016

En la Feria Internacional del Libro de Quito (1): la inauguración

La Feria Internacional del Libro de Quito, a la que he sido invitado por la generosa sugerencia del poeta ecuatoriano Edwin Madrid, se celebra en la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en el Parque del Arbolito. Debe de haber una razón para llamarlo así, pero, por más que me esfuerzo, no la encuentro: todos son arbolazos, con pájaros exóticos y todo. Asisto a la inauguración de la Feria, tras la que se inician los actos programados, el primero de los cuales es una lectura en la que participo con el cubano Sigfredo Ariel (este año el país invitado de honor es Cuba) y el ministro de Cultura del Ecuador, que también es poeta, Raúl Vallejo (aunque seguramente sería más adecuado decir que leo con el poeta Raúl Vallejo, que también es ministro de Cultura del Ecuador). Todas las inauguraciones, en todos los países del mundo, se parecen, y esta no es una excepción. Los parlamentos se suceden: por el atril desfilan los representantes políticos y culturales del gobierno anfitrión entre ellos, la presidenta de la Asamblea Nacional y del gobierno invitado, con alocuciones institucionales que, por decirlo con suavidad, no mueven al entusiasmo. Alguna resulta especialmente soporífera; alguna otra consigue espabilarnos un poco, como la de Vallejo, cuya intervención vivifica su condición de escritor. En los discursos, o más bien arengas, de los delegados cubanos no faltan las loas a los logros de la Revolución (los de siempre: sanidad y educación) y las denuncias al "criminal bloqueo", que ni ha sido bloqueo (sino embargo comercial por parte de un solo país, los Estados Unidos: Cuba podía mercar con cualquier otra nación del planeta, pero no tenía con qué hacerlo) ni criminal (porque establecer un embargo comercial, por más criticable que sea, no está tipificado como "crimen" en ningún código penal del mundo) y que, además, ya está en vías de concluir, pero en el que los funcionarios cubanos insisten porque, en casi sesenta años de Revolución, no han encontrado enemigo mejor para atribuirle todos los fracasos propios. Algunos de los que escuchamos, y que ya hemos empezado a tratarnos como el francés Stéphane Chaumet y los ecuatorianos Edwin Madrid y su mujer, Aleyda Quevedo-, echamos en falta algunos otros conspicuos logros del castrismo, como la falta de libertades y la represión política, los campos de trabajo, la persecución de los homosexuales, la ineficiencia económica y la pobreza generalizada, así como, entre los escritores que demuestran el gran nivel de la literatura cubana uno de los cuales es, para una de las oradoras, Alejo Carpénter, otros que también lo acreditan, pero que nunca aparecen en los panegíricos oficiales, como Guillermo Cabrera Infante, Reynaldo Arenas, Lorenzo García Vega u Orlando González Esteva. Acabados los parlamentos o, en el caso de los cubanos, las soflamas, pasan a interpretarse los himnos de Ecuador y Cuba. El primero corre a cargo de una soprano muy bajita, que lo ataca con la solemnidad que la ocasión merece. Todos lo escuchamos de pie. Del segundo se responsabiliza un señor negro, calvo, con tejanos, camisa negra por fuera del pantalón, corbata azul fluorescente y un arete en la oreja, aunque su actuación es breve: "La bayamesa", el epinicio nacional, que se remonta a 1868, cuando los cubanos ya se partían la crisma con los españoles, solo tiene dos estrofas; las otras cuatro fueron prudentemente eliminadas en 1902, una vez el país había ganado la independencia, porque no facilitaba las relaciones con la Madre Patria que dijeran, por ejemplo: "No temáis [a] los feroces íberos. / Son cobardes cual todo tirano. / No resisten al bravo cubano. / ¡Para siempre su imperio cayó!"; o bien: "Contempladlos a ellos caídos, / por cobardes se fueron vencidos". Y eso sin contar con el pequeño detalle de que quien venció a los españoles no fue "el bravo cubano", sino el aplastante norteamericano, cuya superioridad militar cayó con todo su peso sobre las exhaustas espaldas coloniales, a pesar de una resistencia tan desesperada como inútil. Mientras el solista entona el himno, es admirable el acompañamiento de su coro, en el que destaca un joven mulato con cresta cheroqui amarilla, gafas de espejo verdes y más aretes en las orejas: se conoce que los aretes en las orejas son imprescindibles en las orquestas modernas. Concluidos los himnos punteado el cubano por algún espontáneo "¡Viva Cuba!" que surge de entre el gentío, la banda contratada para la ocasión se arranca con lo que le sale de dentro: una actuación de salsa (con la que está en su salsa), con piezas memorables (entre las que, por desgracia, no se cuenta "Devórame otra vesss") que, al fervor patriótico provocado por "La bayamesa", suman el entusiasmo febril de los sones populares. Cuentan con la inestimable colaboración de la señorita Catalina, una isleña rolliza, residente en Quito, que se ha sumado a la fiesta y que parece a punto de explotar: Catalina no se viste, sino que se envasa al vacío. Con el frenesí del coplero y de la señorita Carolina, todos los cubanos, y no pocos ecuatorianos, empiezan a menear las caderas, girar las rodillas y puntear con los zapatos el ritmo sabrosón del grupo, en el que el joven de la cresta cheroqui se ha desatado y aporrea los bongos con pasión inenarrable, hasta configurar un espectáculo desenfrenado que suscita el disgusto de Aleyda, que me revela que a la banda se le había encargado una actuación con piezas clásicas y de jazz, pero que la han sustituido, motu proprio, por esta exhibición poco sobria, que concluye, como era de esperar, y apoteósicamente, con "Guajira Guantanamera". Tranquilizados los ánimos, nos dirigimos a la sala de actos donde se va a hacer la lectura. Para ello, tenemos que atravesar la pleonásmica exposición "Fidel es Fidel", compuesta por fotografías y vídeos del Comandante en el ejercicio del cargo. Confieso que no me resulta cómodo pasar por delante de un televisor en el que se proyecta interminablemente una grabación de Castro, vestido de generalísimo de los ejércitos, y pronunciando alguno de sus mesurados discursos, de nueve horas de duración, como aquel en el que dijo que en Cuba no había opositores, sino solo contrarrevolucionarios pagados por los Estados Unidos, o aquel otro, de 1966, en el que auguraba que la producción lechera de la isla sería tanta que se podría llenar de leche la bahía de La Habana. Dejamos atrás la hagiográfica exposición de Cuba en la FIL y pasamos a la sala de la lectura. Hay mucho público, al que, asombrosamente, no han retenido en el vestíbulo los mojitos y cubalibres gratuitos que se están sirviendo. A mí me toca leer el primero, tras la presentación de una meritoria de la organización, que me llama "Edward Moga" e informa de que soy "doctor en Filosofía"; luego lo hace Sigfredo Ariel (al que la misma meritoria llama "Sigifredo") y, por último, Raúl Vallejo (del que se limita a decir que es ministro de Cultura y que nació en 1959...), uno de cuyos poemas canta a los compatriotas emigrados a España e inevitablemente llamados "sudacas" por los pijos de la Castellana, y otro recuerda el asesinato del Che: el primero debe de ser un guiño (crítico) a mi presencia, y el segundo, otro (elogioso) a la presencia de Ariel. Cuando bajamos del escenario, todo el mundo, incluido el embajador de Cuba, nos estrecha la mano (en el improbable caso de que lea este diario, quizá lamente el gesto), y un anciano me entrega un sobre en cuyo remite ha escrito "El Poeta": me temo lo peor. Salimos a la calle charlando con el escritor peruano Fernando Ampuero, que es la viva imagen de Omero Antonutti. Hoy ha caído, al mediodía, un tormentón tropical, y las calles están empapadas. Las ranas croan.

martes, 22 de noviembre de 2016

Vida social (2): en el Aula Literaria Guadiana

Las aulas literarias, junto con los clubes de lectura, son uno de los grandes logros de la sociedad literaria extremeña. Antes de vivir en Extremadura, solo había sido invitado a una de ellas, la Díez Canedo, de Badajoz, dirigida por los infatigables Enrique García Fuentes y José Manuel Sánchez Paulete. Este viernes acudo al Aula Literaria Guadiana, de Don Benito, cuyos responsables son Manuel Simón Viola y José Carlos García de Paredes. No conozco Don Benito, así que la visita al Aula me servirá también para tener una primera impresión de la localidad. El primer encuentro, de los dos que se realizan a lo largo del día, tiene lugar en el colegio Claret, donde trabaja Simón. Antonio María Claret, el fundador de los colegios claretianos, fue un barcelonés viajero –nació en Sallent, en la Cataluña profunda, que también existe, muy cerca de Vic, una ciudad de acendrados sentimientos religiosos, y luego anduvo, predicando la palabra de Dios, por Roma, Lanzarote, Cuba, Madrid y Francia–, confesor de la reina Isabel II, a la que acompañó al exilio parisino, y responsable de otras prédicas menos edificantes, como las contenidas en «Avisos saludables para ser buena casada» de su Colección de opúsculos, publicado en 1849, en las que proclama, con flamígera vehemencia, la necesidad de quemar libros y, ya puestos, a sus autores. Sus sucesores, por fortuna, no comparten su furor savonarólico, sino que dan amparo hoy a los escritores, incluso a los ateos como yo, que acuden a sus centros a hablar de literatura con los alumnos. Los tiempos adelantan que es una barbaridad. Cuando llego a la recepción del colegio y pregunto por Simón, el conserje que atiende (aunque quizá sea un profesor: ya no se sabe, con tantos recortes...) me pregunta a su vez: "¿Es Ud. el escritor?". Sigue resultándome chocante que me identifiquen solamente como escritor, y aún más identificarme yo solo como tal. "Sí", respondo, "supongo que sí". Simón acude enseguida y me saluda con su cordialidad habitual. Lo primero que hace es entregarme el cuadernillo que ha publicado el Aula, con los poemas que hoy leeré, no sin lamentar unas erratas que afean la página en la que consta mi currículum. Pero no importa: la publicación es más que digna, y servirá muy bien al propósito que me trae hoy a Don Benito. Esperamos un rato, tomando un café, en una gran y desangelada sala (lo que resulta contradictorio con el hecho de que en las paredes haya cuadros de ángeles, aunque también desangelados; pero dejémoslo: me estoy liando); charlamos, y no dejo de admirar una enciclopedia Espasa que casi llena una pared como un ejército de saberes ensotanados, y esto sí resulta coherente. Pero no tardamos en pasar a la sala de actos, donde ya están reunidos los alumnos de los tres centros de enseñanza que participan en las lecturas del Aula. Simón me ha contado algunas anécdotas de un par de escritores que han visitado el Aula sin ser, o sin querer ser, conscientes de que iban a leer para adolescentes. Uno de ellos, tenido por picajoso, algo que no cuesta deducir de su prolija literatura, dio un puñetazo en la mesa cuando el runrún de las conversaciones superó el nivel de ruido, bajísimo, que estaba dispuesto a tolerar. El puñetazo fue efectivo: acalló de raíz a los parlantes. De hecho, fue tan efectivo que los acalló completamente: cuando se abrió el turno de preguntas, nadie osó abrir la boca, no fuese a ser que se la cerrara de nuevo con otro mamporrazo. Y allí quedó el escritor picajoso, defensor a trompadas de la sublimidad de su estro, sin hablar y sin que le hablaran, sumido en un silencio perfecto, reflejo insuperable de la perfección de su arte. Otro, me cuenta Simón, no recurrió a la violencia física, sino al maltrato psicológico. Cuando un alumno alabó su poesía, pero reconoció, con la tímida cordialidad de sus dieciséis o diecisiete años, que no la había entendido (lo cual, en realidad, revela a un buen lector de poesía, aquel que no subordina la apreciación de su belleza a su comprensión racional), el afamado y ya provecto vate respondió: "Pues tiene Ud. un problema... Siguiente pregunta". Para no ser otro ejemplo de engreimiento y mala educación, mi tarea consiste hoy en recordar en qué registro he de moverme, a qué nivel he de hablar: no más bajo, sino adecuado a mis interlocutores. Me esfuerzo, pues, no por explicar los poemas (sigo creyendo que, sea quien sea su destinatario, deben explicarse por sí mismos), pero sí por contextualizarlos, por dar alguna clave por la que quienes los escuchan puedan entrar en ellos, o encontrar algún asidero que les permita experimentarlos mejor. Observo que, cuando anuncio que voy a leer una décima erótica, se produce un revuelo en la sala. Yo creía que los cuchicheos y las risitas nerviosas ya habían desaparecido: que los jóvenes de hoy estaban lo suficientemente impuestos en materia sexual –a gran diferencia de nosotros, los que nos educamos en colegios de curas en la sórdida noche franquista, sin costumbres liberales, ni libros guarros (o muy pocos), ni películas porno (aún menos), ni Internet– como para no alterarse por algo tan inocente como una décima que relata una honesta felación. Pero no: se conoce que algo así continúa causando un notable alboroto en las almas juveniles, y me pregunto por qué (además de por el hecho, nada desdeñable, de que un tercio de la audiencia siga educándose en un colegio de curas). En el turno de preguntas, en el que los chicos se muestran sorprendentemente participativos (una ventaja de no aporrear la mesa cuando hablan), uno quiere saber de qué trata la décima que he leído: me niego a decírselo, claro: estoy seguro de que todos lo saben ya. Otra, luego de discutirlo apasionadamente con su compañera, sostiene que un verso de los haikús que he leído no tiene las siete sílabas preceptivas. Le explico que, según las leyes métricas del castellano, los versos que acaban en una palabra aguda suman una sílaba más a las prosódicas, y que por eso "el lánguido mastín" es heptasílabo (Simón me susurra que el poeta que pasaba a la siguiente pregunta sin haber contestado a la anterior, no habría dudado en responder a esta: "¡Aprenda Ud. a contar, señorita!"). El acto concluye, por fin, no sin que algunas alumnas (siempre son alumnas las que lo hacen) se me acerquen para pedirme, encantadoramente turbadas, que les dedique el cuadernillo. Tengo comprobado que, de la turbamulta de escolares que participan por obligación, y muchos de ellos con desgana, en estos actos, siempre sobresale alguno, o, mejor no, no sobresale: siempre reconozco a alguno que atiende con fijeza, aunque algo desvalido, desde las primeras filas, que mira con profundidad, siguiendo en un silencio lleno de inteligencia, y despreocupado de las burlas o distracciones de sus compañeros, las explicaciones del invitado. Algunas de estas chicas son de esas. Les firmo con gusto los libritos y nos retiramos todos. Simón, José Carlos, Ángeles y yo vamos a comer entonces al restaurante Quinto Cecilio, en Medellín. Es una tarde lluviosa, pero disfrutamos por igual de las vistas del pueblo, con sus iglesias (una de las cuales presenta el rasgo insólito de que el campanario, exento, sea más bajo que el templo) y su castillo. La apacibilidad del paisaje oculta un enclave torturado: desde la Conisturgis de los conios, destruida por los lusitanos, hasta la Guerra Civil española, en la que Medellín fue frente de guerra, sometida a intensos bombardeos por parte de los dos bandos, pasando por la expulsión de los visigodos por los árabes, las luchas de estos con los cristianos de la Reconquista, las peleas asociadas al conflicto dinástico entre Isabel de Castilla y Juana la Beltraneja, y la terrible batalla de Medellín, en la Guerra de la Independencia, en la que el general Claude-Victor Perrin infligió una grave derrota a las tropas españolas, al mando del general Gregorio García de la Cuesta, y luego cumplió lo prometido antes del choque, no dar cuartel, fusilando a todos los españoles que se rendían, la villa natal de Hernán Cortés (qué grande el momento en que el querido alcalde de Medellín, en nuestro reciente viaje oficial a Colombia, le entregó a su homónimo emeritense americano un busto, de varias arrobas de peso, del conquistador de México) ha concitado enfrentamientos y combates con desdichada asiduidad. Tras la comida, queremos visitar el teatro romano, pero llegamos cinco minutos tarde: cierran a las seis, y son las seis y cinco. Paseamos a su alrededor, como fieras a las que les gustaría estar enjauladas, pero no pueden entrar en la jaula. No obstante, ya falta poco para la lectura en el Museo Etnográfico, que completa la jornada en el Aula, así que allí nos dirigimos. Normalmente, las lecturas del Aula Literaria Guadiana se celebran en la Casa de Cultura, un impresionante edificio de Rafael Moneo en el centro de Don Benito, una localidad mucho más populosa de lo que imaginábamos, pero hoy está ocupada por otras actividades. No me importa en absoluto leer en el Museo Etnográfico, que José Carlos Rosales nos informa de que ha sido calificado como uno de los dos mejores de su clase en España; el otro es el de Olivenza, y ambos, señaladamente, se encuentran en Badajoz. Por desgracia, de nuevo, no podemos hacer una visita cabal al lugar: hace cinco minutos que han cerrado. Los cinco minutos de retraso nos persiguen. Ello no obstante, una empleada muy amable se ofrece a enseñarnos las salas principales alrededor del patio central del edificio, antigua residencia de los condes de Campos de Orellana. Atisbamos la acumulación de objetos heterogéneos, desde un consultorio médico hasta una tienda de ultramarinos (qué nombre tan delicioso: lo que viene de allende el mar), y saboreamos la singular mezcla de arquitectura y materiales nobles y espíritu rural. Leo en una sala central, peristilada, de techos altísimos y aire neoclásico, con reminiscencias modernistas, tras la amable presentación de Simón y unas palabras de bienvenida de la concejala de Cultura de la localidad. Entre quienes han tenido la generosidad de asistir, bastantes amigos: Elías Moro (que llega tarde: ha estado esperando fuera a que le abrieran, mientras el acto se desarrollaba ya en el interior...), Yolanda Regidor y su marido Eduardo, Antonio Reseco, Domingo Álvarez y Antonio María Flórez. También saludo a Diego González, inminente autor de la Editora Regional de Extremadura, y a su esposa, y a algunos miembros del club de lectura de Don Benito. Luego, en un bar próximo, cerveceamos y nos reímos. Al final, de eso se trata: de que la literatura, la poesía, sea un motivo para el placer y la risa. Sin alegría nada vale la pena.

jueves, 17 de noviembre de 2016

Nada pueden bombas

En ¡Ay, Carmela! (1990), lo primero que se agradece es que haya una coma entre la interjección y el vocativo del título: hoy ya casi nadie señala con ese humildísimo pero esclarecedor (y preceptivo) signo de puntuación al destinatario del aserto. Lo segundo, la limpieza con la que se narran los conflictos y sentimientos de los personajes. Para ello, Sanchís Sinisterra, el autor de la versión dramática original, y Carlos Saura, el director de la película, se valen, sobre todo, del humor, un humor que impregna toda la película, salvo el tristísimo final, convirtiéndola en uno de los mejores ejemplos de tragicomedia de nuestro cine reciente. Sonreímos –con tristeza, pero sonreímos– cuando Paulino, acuciado por un hambre perseverante, estructural, un hambre de guerra civil (que es más hambre que la de cualquier otra guerra, porque el pan no lo roba el enemigo, que acaso esté muy lejos, sino el vecino, que está dolorosamente cerca), se merienda un gato, royendo con fervor los huesecillos y convenciéndose de que es conejo –evocador del tomillo y el romero de los campos por los que ha triscado– frente a la lapidaria admonición de Gustavete en su pizarrín: “Es gato”. (Por cierto, que lo que escribe el mudo interpretado por Gabino Diego es siempre, por su innegociable brevedad, de una eficacia comunicativa absoluta, incluso cuando se equivoca: “Viva Mulosini”, garabatea para halagar al fascista pero enternecedor teniente Ripamonte). También sonreímos cuando los italianos del Corpo Truppe Volontarie, bajo la dirección de Ripamonte, con plumas en el casco y desfilando por el escenario como si pisaran brasas, atacan con brío ratonil el Faccetta Nera y suscitan el siguiente diálogo entre los dos principales jefes españoles: “–¡Estos no tienen arreglo! –¡Son una panda de maricones!”. (Los militares de Franco despreciaban a los italianos por su escaso fuste bélico, que ellos identificaban con una hombría igualmente escasa, y hasta se enorgullecían de que los republicanos, españoles como ellos al fin y al cabo, los hubieran derrotado en Guadalajara). Todo se derrumba al final, cuando Carmela es asesinada de un tiro en la frente por un oficial exaltado, y el sobrecogimiento nos vence al ver la despedida de Paulino y Gustavete de su tumba, un mero túmulo de tierra, cuya lápida es el inmarcesible pizarrín del mudo, que envuelve una grisura cósmica, anunciadora de la espesa oscuridad de la posguerra. Pero hasta ese momento, todo el drama se puntea de ironía, de la mellada pero aún cortante ironía de las tragedias colectivas y las calamidades individuales. Y por ese angosto camino es muy difícil –y meritorio– transitar, aunque en España haya una cierta tradición de cine humorístico sobre la Guerra Civil, como demuestran La vaquilla o Belle Epoque
      Pese a la bastedad de las situaciones descritas, todo es delicado en ¡Ay, Carmela! Carmen Maura interpreta angelicalmente a Carmela, sin que ello saque al personaje del barro en el que le ha tocado vivir: incluso cuando se deja manosear una teta por un soldado de Murcia en la cabina de un camión republicano o le enseña la otra teta al ojiplático Ripamonte, en ambos casos para obtener el beneficio de la supervivencia. También Andrés Pajares se desenvuelve con una finura insólita. De hecho, ¡Ay, Carmela! es lo único que se le recuerda que no consista en un mero acopio de jirimejias tartamudeantes o un chorreo de chistes chuscos, con la inestimable colaboración de Fernando Esteso. Carlos Saura consigue domar su histrionismo de película de cine de barrio y le arranca un personaje contenido y polisémico, al que no se le escapa nada de lo que ocurre, pero que prioriza seguir vivo, comer y hacer el amor, por este orden, en el sangriento patio de Monipodio de la guerra por el que el destino ha querido que deambule. Paulino lee para sí el parlamento que le entrega Ripamonte, con el que ha de iniciar la velada teatral para los fascistas, rezumante de Españas eternas y alegorías marciales, y, al acabar, exclama: “¡Anda, que también estos…!”. Ni un ápice de su burla o su desprecio asoma cuando lo lee después ante los soldados de Franco, o cuando declama fragmentos del “Romance de Castilla en armas”, incluido en los Poemas de la Falange eterna, del repugnante Federico de Urrutia (que firmó los aún más sobrecogedores “Poemas de la Alemania eterna”: se conoce que Urrutia, como tantos otros de su calaña, estaba obsesionado con la eternidad), o cuando saluda con el brazo en alto y los ojos perfilados de negro, sobre el fondo de una gigantesca bandera española con aguilucho. ¿Y qué decir de Gabino Diego, ese actor que, tras su apariencia desgalichada, es un reloj atómico, un metrónomo de la interpretación, ese “zangolotino” –como lo bautizó Fernando Fernán Gómez en la inolvidable El viaje a ninguna parte, y como no puedo nunca dejar de verlo– que jamás zangolotea, sino que se ajusta a las necesidades del personaje, ya sea un rey pasmado o un yonqui inverecundo, como un engranaje de diamante? El Gustavete que se queja de que lo engañen en el magro reparto del embutido de la cena con su laconismo de yeso (“Trampa”, grita, silencioso, en el encerado), que hace de coro –un coro de uno– en el “Uruguay” que cantan Paulino y Carmela, vestido de requeté, pero semejante a una jirafa o a una marioneta, y que recupera el habla cuando fulminan a su adorada Carmela (cuya muerte y desplome, por cierto, son el único fallo técnico de toda la película: el agujero que abre la bala es ridículo: un disparo así revienta el cráneo; y nadie a quien se le pegue un tiro en la cabeza cae al suelo como lo hace Carmen Maura, apoyando incluso una mano en las tablas para amortiguar el golpe), parece un adolescente inmarcesible, un desvalido berroqueño, un tonto listo, un mudo elocuente. En cualquier caso, un secundario principal.    
        ¡Ay, Carmela! no escamotea el conflicto ético, sino que lo subraya con oblicuidad: lo tamizan la miseria de los protagonistas y el peligro al que no dejan de estar expuestos, que les obliga a vivirlo, no como autómatas, de uno u otro bando, sino como seres humanos cuya principal necesidad es llegar al día siguiente, a ser posible con algo en el estómago. El contraste entre la naturalidad –y la alegría– con la que actúan, al principio, para los milicianos (que gritan “¡libertad¡, ¡libertad!”) y la amostazada profesionalidad con que lo hacen, al final, para la soldadesca facciosa (que gritan “¡puta!” y “¡guarra!” cuando Carmela se exhibe envuelta en la bandera tricolor, la que ampara a los partidarios de la libertad) refleja bien la posición personal de los personajes y el fiel ideológico de la película. Pero el humor y la ambigüedad, que no se oponen a la pulcritud de lo narrado, encauzan el compromiso político y moral por la vía del arte: le trasfunden vida, que es lo contrario de lo tético, de lo sagrado, de lo inorgánico. Carlos Saura pergeñó en ¡Ay, Carmela! un artefacto minucioso y palpitante, como lo están los sentimientos de sus protagonistas hasta el pistoletazo final, y aun más allá.

[Este artículo, con el título de “Nada pueden bombas”, se ha publicado en el núm. 250 de Versión Original. Revista de Cine, julio-agosto de 2016]

sábado, 12 de noviembre de 2016

Y va Trump. Y van tres.

Interrumpo la serie prevista de "Vida social" para expresar mi estupor y mi rabia por la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos. Donald Trump, como escribí hace no demasiado en este mismo blog, representa lo peor de ese país, como ha demostrado con creces durante la campaña electoral (y, en general, a lo largo de su vida), en la que no ha habido una sola ocasión de exhibir al imbécil que es que no haya aprovechado con minucia y deliberación. Es un imbécil a su lado, George W. Bush es Aristóteles, pero también muchas cosas más: la más preocupante es que sea un fascista embozado, al que la bicentenaria democracia americana solo ha otorgado una delgadísima pátina de respetabilidad, más delgada aún que su cerebro. Por Trump ha votado la gente más inculta, la más primitiva, la menos inteligente. Muchos andan por ahí intentando dar a ese voto una explicación racional, aplicándole lo que ya se ha convertido en un tópico: que esas amplias masas de blancos pobres, sin formación y habitantes de los pueblos del interior del país han expresado su rechazo por haber sido excluidos de las ventajas de la globalización y del bienestar económico, por haber sufrido el gobierno de las élites federales, lejanas y ajenas a sus problemas. Quizá sea cierto, aunque yo creo que la explicación es otra: cuando alguien te permite, es más, te anima a sacar lo peor de ti, los miedos más idiotas, los prejuicios más absurdos pero consoladores, la suciedad profunda del hipotálamo y las tripas, toda la violencia y el odio y la irracionalidad que se agazapan en los sótanos de la psique y del alma, y de que eso tenga un efecto real en el mundo, aupando a la presidencia del país más poderoso de la Tierra a alguien que lo encarna, muchos encuentran difícil resistirse a hacerlo. Pero votar a un imbécil es siempre un voto imbécil. Y ninguna explicación justifica la opción por un energúmeno de la calaña de Trump. Dan ganas de darse de baja de demócrata o de pedir plaza en la próxima expedición tripulada a Marte, aunque confieso que para tener probabilidades de cambiar de planeta aún he de ahorrar bastante. En España conocemos bien el perfil de Trump: lo encarnó mucho tiempo Jesús Gil y Gil, aquel prohombre de la cultura y de la gestión pública ejemplar, aquel prodigio de sutileza y caballerosidad, asimismo empresario de éxito (aunque de vez en cuando se le cayera algún edificio, como a Trump se le han caído algunas empresas), a pesar de que al alcalde de Marbella no lo siguiera a todas partes un militar con un maletín en cuyo interior viajan los códigos nucleares. Y en Italia han disfrutado de Silvio Berlusconi, otro ejemplo moral, dechado de virtudes cívicas y faro de la inteligencia. La elección de Trump se suma a otros disgustos que muchos hemos recibido en referendos o elecciones mundiales, como el bréxit y el rechazo al plan de paz en Colombia. Parece que no salimos de esta espiral de miedo, aislamiento y venganza. Al bréxit solo le reconozco un efecto positivo: quizá a algunos les haya quitado de los ojos la venda de cierta anglofilia papanatas (toda admiración acrítica lo es) y revelado que aquella sociedad no es el paraíso de la bondad política y el sentido común, sino un lugar como todos, con algunas virtudes y no pocos defectos, en el que la gente se comporta de forma muy distinta a como dictan los arquetipos, en buena medida construidos por ellos mismos, en su beneficio. Y el plan de paz en Colombia, aunque truncado por los colombianos, le ha reportado el premio Nobel de la Paz al presidente Santos: él y su familia, por lo menos, estarán contentos. Nos quedan cuatro años de Trump, si es que los norteamericanos no deciden prolongarlos otros cuatro más. A la vista de lo sucedido, no es una opción descartable. Retrocederemos, sin duda. Solo podemos rogar que los destrozos en el clima, en la economía mundial, en los derechos de todos, en la paz no sean irreparables y seguir trabajando, en la medida de las posibilidades de cada cual, por defender lo fraterno, lo honrado, lo compasivo, lo razonable: todo lo que no es Donald Trump (ni los 59 727 805 de americanos que votaron a Clinton; sus partidarios fueron menos, 59 505 613: otro triunfo de la democracia; otro motivo de exasperación).

lunes, 7 de noviembre de 2016

Vida social (I): En la Unión de Bibliófilos Extremeños

El jueves presenté La disección de la rosa, mi tercera recopilación de reseñas y artículos literarios, tras De asuntos literarios y Lecturas nómadas, en la nueva sede de la Unión de Bibliófilos Extremeños. La iniciativa partió de la propia UBEx, como inicio del ciclo de presentaciones y lecturas mensuales que sus responsables quieren establecer desde ahora, a pesar de que el libro no es una novedad: lo publicó la Editora Regional de Extremadura en 2015. Pero la crítica, como todas las disciplinas del pensamiento, admite, supongo, un acercamiento público menos urgente que otros géneros literarios, como la novela y hasta la poesía (si es que la poesía es un género literario). El solo hecho de que exista una Unión de Bibliófilos en Extremadura me parece admirable, casi milagroso, y que haya sobrevivido a los avatares de la digitalización de la cultura y a los latigazos terribles de la crisis económica, además de a los índices de lectura permanentemente bajos en nuestro país, solo puede entenderse gracias al esfuerzo abnegado y altruista de un puñado de amantes de los libros. La UBEx, que ha radicado tradicionalmente en la Biblioteca de Extremadura, se ubica ahora en la calle Encarnación, también conocida popularmente por calle del Burro, una de esas vías de los cascos antiguos de las ciudades dedicadas durante largo tiempo a actividades mucho menos intelectuales que la bibliofilia, aunque muchas de ellas reuniesen el mismo sufijo. La dignificación de estos barrios menesterosos pasa, entre otras medidas, por la atención integral a las personas que los habitan y la instalación de equipamientos educativos, culturales, administrativos y policiales, como se ha hecho también en Barcelona, donde una buena porción del Raval de siempre llamado Barrio Chino se ha llenado, de unos años a esta parte, de facultades universitarias, centros de arte y cuarteles de policía, en extraño pero comprensible maridaje, cuyas actividades, a su vez, han convocado al comercio, la restauración y el turismo, los cuales han sustituido a las casas de lenocinio y los locales mugrientos. Cerca de la sede de la UBEx se encuentra todavía quien practica las antiguas labores la señora P., por ejemplo, que espera, sentada en una silla de enea a la puerta de su establecimiento, a los necesitados de alivio, o quien mercadea con sustancias que permiten otro tipo de alivio más psicológico, pero la impresión que causa el lugar no es, ni remotamente, la que dejaba en tiempos no muy lejanos. Presentaron La disección de la rosa Joaquín González Manzanares, exdirector de la Biblioteca de Extremadura y hoy presidente de la UBEx, y Manuel Pecellín, ensayista, profesor y crítico. En primera fila estaban Teresa Morcillo, la encantadora secretaria de la Unión, que tanto ha trabajado y sigue trabajando por la continuidad de la entidad; su hermana, Paloma Morcillo, concejala de Cultura del Ayuntamiento de Badajoz, asimismo decisivo para su pervivencia; y Javier Pizarro, director de la Academia de Extremadura. Me gustó compartir el momento con todos ellos y otros socios de la UBEx, así como con algunos amigos que tuvieron la amabilidad de acompañarme, como Luis Sáez, exdirector de la Editora Regional de Extremadura; Enrique García Fuentes y José Manuel Sánchez Paulete, responsables del Aula Literaria de la ciudad; y la joven escritora Anabel Rodríguez. Se habló, como era natural, de crítica literaria, una disciplina que algunos inadvertidos consideran árida, pero que es imprescindible para un tránsito cabal por el anchuroso mundo de la literatura y que puede resultar tan creativa como placentera. De hecho, una de las mayores aspiraciones de toda crítica debería ser transmitir entusiasmo por la literatura y por la obra a la que se aplica, esto es, reproducir la alegría del lector que ha renovado su fe por la palabra escrita, por la obra de arte construida con la palabra, y comunicársela a los demás. Otra, que ella misma la crítica sea un ejercicio inmejorable de literatura: idealmente, que esté a la misma altura de la obra reseñada. Se constata, a menudo, una desidia en el juicio y en las formas que no contribuye al prestigio de la disciplina ni tiene utilidad alguna para quien la lea (a lo sumo, la utilidad de saber cómo no hay que hacer las cosas). Aunque no sé qué es peor, si la desidia en el juicio o la carencia de juicio, otro de sus lastres más frecuentes, porque también las omisiones pesan. Los críticos descriptivos, que no se aventuran a ningún razonamiento ni penetración, sino que se limitan a un merodeo por los temas o la ordenación del libro, la vida del escritor o las circunstancias editoriales, ni siquiera impresionistas (la buena nota impresionista es muy iluminadora), coadyuvan asimismo a la inanidad de la actividad (y a la decadencia del género). La crítica literaria, tal como yo la concibo, ha de ser creadora, clarificadora, arriesgada (como la literatura misma), precisa, inquisitiva, amena y ecuánime: ha de obedecer el gusto de quien la ejerce, pero también ha de reconocer lo que, no gustándole, reúne los requisitos necesarios para tenerse por literatura y gustar a otros. No sé si fui capaz de transmitir estas ideas en la presentación del jueves, pero me satisfizo tener la oportunidad de intentarlo ante un público numeroso y, me pareció, atento. A la salida ya era tarde, P. no estaba en la silla de enea esperando a los usuarios, aunque sí había luz en la casa: quizás estuviera cenando. Más allá, en un bar esquinero inaugurado hace poco por un regresado de París, cenamos nosotros extremeñamente: jamón, lomo, queso, pan y vino.

martes, 1 de noviembre de 2016

Corcuera y la evolución política

El otro día, en uno de esos programas de zapeo que hay en televisión, me sorprendió ver a José Luis Corcuera, miembro del PSOE, exministro socialista e inolvidable hacedor de una ley de seguridad ciudadana que recibió, allá por 1992, el ominoso pero revelador sobrenombre de ley de la patada en la puerta, parlamentar sobre diversos aspectos de la actualidad política en una de las nauseabundas tertulias televisivas del criptofascismo español, ante la atención arrobada y el jaleo admirativo de los todólogos habituales, entre los que se contaban, a su vez, algunos exportavoces de Aznar y destacados representantes de la prensa más ecuánime y liberal del país, como La Razón y la COPE. Admiraba la seguridad con la que peroraba Corcuera (o Corcuese: así se le llamaba cuando lo de la ley de la patada en la puerta), las pausas que introducía en el discurso para dar con la palabra más precisa y contundente posible, el vocabulario arcaizante, castelarino, la gravedad viril de los juicios, la sensatez de Pero Grullo, el gesto admonitorio o profesoral con el que acompañaba sus alegatos, la superioridad moral que rezumaba su actitud y el desprecio tabernario, tan hispánico y machote, con el que casi siempre remataba sus juicios. La disertación corcuerina se hacía tanto más campanuda cuanto más se acercase a la cuestión catalana. Ahí, al rebatir los presupuestos y las razones del independentismo (y aun del nacionalismo; pero no del suyo, claro, sino de los otros, que son siempre los malos), era cuando más brillaba su figura proletario-tribunicia, su rimbombancia de casino provincial, la ramplonería de su pensamiento y la ordinariez de su dicción, y cuando, como es de suponer, más asenso recibía de los contertulios, que se deshacían de gusto ante su palabra berroqueña, su adhesión inquebrantable a la unidad de la patria y sus denuestos campoamorinos contra los perroflautas y fabuladores de la historia que propugnan otra nación que no sea ya la existente. Superada la sorpresa, y hasta el asombro, de ver a un político socialista en semejante tesitura, dando razones a la derecha más cerril, lo siguiente que me admiró fue que no se diese cuenta (o que, si se daba cuenta, no le importara) de su utilización por parte de los mismos que se habían hartado de insultarlo cuando era ministro de Felipe González, o de sus herederos. Recuerdo los ataques encarnizados, los dicterios inacabables que sufrió, muchos inspirados por el insufrible clasismo de la derecha más racial: ¿Cómo era posible que alguien sin educación, un mero electricista, un vulgar ugetista, un descamisado, como había definido Alfonso Guerra a los socialistas de aquella hornada, hubiese sido aupado a la condición de ministro y dictara las condiciones de seguridad del país? Hoy, en cambio, los periodistas del PP lo aplauden, y no es descartable que pronto lo saquen en procesión, porque expresa la fe en la patria (y en tantas otras cosas, en estos tiempos de tribulación) con contundencia sin igual, porque dice verdades como puños, aunque siga siendo socialista. En realidad, Corcuera solo es un socialista epidérmico, por inercia biográfica y hasta por conveniencia administrativa. Corcuera se ha derechizado, como tantos: su pensamiento, por llamarlo de algún modo, no difiere, en inflexión e intríngulis, del de sus supuestos adversarios políticos. Otros hasta se han fascistizado. Los casos más evidentes de son los de Federico Jiménez Losantos, maoísta en su juventud y mussoliniano de mayor; Jon Juaristi, etarra y comunista cuando estudiante y hoy patrono de honor de la Fundación para la Defensa de la Nación Española; o Pío Moa, activista del GRAPO, reconvertido en colaborador de Intereconomía, revisionista de la Guerra Civil y panegirista de Franco, al que, según él, la sociedad española debe reconocimiento y gratitud. No obstante, estos viajes tan radicales no deberían extrañarnos; en realidad, se explican muy bien: la mente totalitaria, la mente necesitada de certidumbres incontrovertibles, la mente que no sabe funcionar si no es aferrándose a axiomas, a explicaciones impermeables y universales, a absolutismos que despejen la angustia y sosieguen una conciencia aturullada por el hecho incomprensible de vivir en un mundo asimismo incomprensible, acude a las ideologías, esos conjuntos de creencias fósiles, para surtirse de la seguridad que necesita. En el fondo, ultraderecha y ultraizquierda son homeopáticas: ambas proporcionan la misma fijeza, la misma y deseada inflexibilidad ante el remolino constante de las cosas. Los antecedentes históricos son también muy significativos: Mussolini empezó siendo socialista y Stalin, el segundo mayor asesino de la historia, iba para cura. En España contamos también con algún ejemplo de político que no ha seguido el camino habitual, de izquierda a derecha, sino al revés, como Jorge Verstrynge, que ha recorrido todo el arco ideológico, desde el extremo neonazi hasta la participación en okupaciones y escraches, pasando por Alianza Popular, de la que fue secretario general siete años, el CDS, el PSOE, el PCE e IU. Hoy es colaborador de Podemos, aunque no oculta sus simpatías por el Frente Nacional de Marine Le Pen, acaso como resabio o reminiscencia de su glorioso pasado nacionalsocialista. No se discute el derecho a evolucionar: a todos nos asiste, y, de hecho, se agradece que gente que ha practicado el terrorismo haya recurrido a él para integrarse en el debate político pacífico y democrático (aunque siga practicando el terrorismo ideológico). Lo que se critica es que quienes evolucionan no adviertan el sustrato ni las causas de su evolución, ni se aperciban de que las ideas que abrazan no son fruto de la naturaleza, sino construcciones humanas, tan frágiles, recusables y potencionalmente perniciosas como aquellas a las que se hayan adherido antes, y que sigan manifestándose, ya conversos, con la misma taxatividad, con idéntica cerrazón a la que habían demostrado cuando eran jóvenes, felices e indocumentados. Lo que se critica es que no se den cuenta de la relatividad de todo, ni de lo único que acaso no lo sea: su propia debilidad, esa, tan humana, que les lleva a curarse de la incertidumbre abrazando lo que creen duradero e inconmovible.