jueves, 17 de noviembre de 2016

Nada pueden bombas

En ¡Ay, Carmela! (1990), lo primero que se agradece es que haya una coma entre la interjección y el vocativo del título: hoy ya casi nadie señala con ese humildísimo pero esclarecedor (y preceptivo) signo de puntuación al destinatario del aserto. Lo segundo, la limpieza con la que se narran los conflictos y sentimientos de los personajes. Para ello, Sanchís Sinisterra, el autor de la versión dramática original, y Carlos Saura, el director de la película, se valen, sobre todo, del humor, un humor que impregna toda la película, salvo el tristísimo final, convirtiéndola en uno de los mejores ejemplos de tragicomedia de nuestro cine reciente. Sonreímos –con tristeza, pero sonreímos– cuando Paulino, acuciado por un hambre perseverante, estructural, un hambre de guerra civil (que es más hambre que la de cualquier otra guerra, porque el pan no lo roba el enemigo, que acaso esté muy lejos, sino el vecino, que está dolorosamente cerca), se merienda un gato, royendo con fervor los huesecillos y convenciéndose de que es conejo –evocador del tomillo y el romero de los campos por los que ha triscado– frente a la lapidaria admonición de Gustavete en su pizarrín: “Es gato”. (Por cierto, que lo que escribe el mudo interpretado por Gabino Diego es siempre, por su innegociable brevedad, de una eficacia comunicativa absoluta, incluso cuando se equivoca: “Viva Mulosini”, garabatea para halagar al fascista pero enternecedor teniente Ripamonte). También sonreímos cuando los italianos del Corpo Truppe Volontarie, bajo la dirección de Ripamonte, con plumas en el casco y desfilando por el escenario como si pisaran brasas, atacan con brío ratonil el Faccetta Nera y suscitan el siguiente diálogo entre los dos principales jefes españoles: “–¡Estos no tienen arreglo! –¡Son una panda de maricones!”. (Los militares de Franco despreciaban a los italianos por su escaso fuste bélico, que ellos identificaban con una hombría igualmente escasa, y hasta se enorgullecían de que los republicanos, españoles como ellos al fin y al cabo, los hubieran derrotado en Guadalajara). Todo se derrumba al final, cuando Carmela es asesinada de un tiro en la frente por un oficial exaltado, y el sobrecogimiento nos vence al ver la despedida de Paulino y Gustavete de su tumba, un mero túmulo de tierra, cuya lápida es el inmarcesible pizarrín del mudo, que envuelve una grisura cósmica, anunciadora de la espesa oscuridad de la posguerra. Pero hasta ese momento, todo el drama se puntea de ironía, de la mellada pero aún cortante ironía de las tragedias colectivas y las calamidades individuales. Y por ese angosto camino es muy difícil –y meritorio– transitar, aunque en España haya una cierta tradición de cine humorístico sobre la Guerra Civil, como demuestran La vaquilla o Belle Epoque
      Pese a la bastedad de las situaciones descritas, todo es delicado en ¡Ay, Carmela! Carmen Maura interpreta angelicalmente a Carmela, sin que ello saque al personaje del barro en el que le ha tocado vivir: incluso cuando se deja manosear una teta por un soldado de Murcia en la cabina de un camión republicano o le enseña la otra teta al ojiplático Ripamonte, en ambos casos para obtener el beneficio de la supervivencia. También Andrés Pajares se desenvuelve con una finura insólita. De hecho, ¡Ay, Carmela! es lo único que se le recuerda que no consista en un mero acopio de jirimejias tartamudeantes o un chorreo de chistes chuscos, con la inestimable colaboración de Fernando Esteso. Carlos Saura consigue domar su histrionismo de película de cine de barrio y le arranca un personaje contenido y polisémico, al que no se le escapa nada de lo que ocurre, pero que prioriza seguir vivo, comer y hacer el amor, por este orden, en el sangriento patio de Monipodio de la guerra por el que el destino ha querido que deambule. Paulino lee para sí el parlamento que le entrega Ripamonte, con el que ha de iniciar la velada teatral para los fascistas, rezumante de Españas eternas y alegorías marciales, y, al acabar, exclama: “¡Anda, que también estos…!”. Ni un ápice de su burla o su desprecio asoma cuando lo lee después ante los soldados de Franco, o cuando declama fragmentos del “Romance de Castilla en armas”, incluido en los Poemas de la Falange eterna, del repugnante Federico de Urrutia (que firmó los aún más sobrecogedores “Poemas de la Alemania eterna”: se conoce que Urrutia, como tantos otros de su calaña, estaba obsesionado con la eternidad), o cuando saluda con el brazo en alto y los ojos perfilados de negro, sobre el fondo de una gigantesca bandera española con aguilucho. ¿Y qué decir de Gabino Diego, ese actor que, tras su apariencia desgalichada, es un reloj atómico, un metrónomo de la interpretación, ese “zangolotino” –como lo bautizó Fernando Fernán Gómez en la inolvidable El viaje a ninguna parte, y como no puedo nunca dejar de verlo– que jamás zangolotea, sino que se ajusta a las necesidades del personaje, ya sea un rey pasmado o un yonqui inverecundo, como un engranaje de diamante? El Gustavete que se queja de que lo engañen en el magro reparto del embutido de la cena con su laconismo de yeso (“Trampa”, grita, silencioso, en el encerado), que hace de coro –un coro de uno– en el “Uruguay” que cantan Paulino y Carmela, vestido de requeté, pero semejante a una jirafa o a una marioneta, y que recupera el habla cuando fulminan a su adorada Carmela (cuya muerte y desplome, por cierto, son el único fallo técnico de toda la película: el agujero que abre la bala es ridículo: un disparo así revienta el cráneo; y nadie a quien se le pegue un tiro en la cabeza cae al suelo como lo hace Carmen Maura, apoyando incluso una mano en las tablas para amortiguar el golpe), parece un adolescente inmarcesible, un desvalido berroqueño, un tonto listo, un mudo elocuente. En cualquier caso, un secundario principal.    
        ¡Ay, Carmela! no escamotea el conflicto ético, sino que lo subraya con oblicuidad: lo tamizan la miseria de los protagonistas y el peligro al que no dejan de estar expuestos, que les obliga a vivirlo, no como autómatas, de uno u otro bando, sino como seres humanos cuya principal necesidad es llegar al día siguiente, a ser posible con algo en el estómago. El contraste entre la naturalidad –y la alegría– con la que actúan, al principio, para los milicianos (que gritan “¡libertad¡, ¡libertad!”) y la amostazada profesionalidad con que lo hacen, al final, para la soldadesca facciosa (que gritan “¡puta!” y “¡guarra!” cuando Carmela se exhibe envuelta en la bandera tricolor, la que ampara a los partidarios de la libertad) refleja bien la posición personal de los personajes y el fiel ideológico de la película. Pero el humor y la ambigüedad, que no se oponen a la pulcritud de lo narrado, encauzan el compromiso político y moral por la vía del arte: le trasfunden vida, que es lo contrario de lo tético, de lo sagrado, de lo inorgánico. Carlos Saura pergeñó en ¡Ay, Carmela! un artefacto minucioso y palpitante, como lo están los sentimientos de sus protagonistas hasta el pistoletazo final, y aun más allá.

[Este artículo, con el título de “Nada pueden bombas”, se ha publicado en el núm. 250 de Versión Original. Revista de Cine, julio-agosto de 2016]

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