miércoles, 27 de diciembre de 2017

Con Mariano Peyrou

La Navidad promueve las rutinas, esto es, la repetición de ciertos gestos o acciones. La mayoría son detestables (como acierta a cantar Eric Idle en https://www.youtube.com/watch?v=FOg7aPNLLG0), pero algunas resultan placenteras, como el encuentro con personas a las que se quiere y, en cambio, se ve poco o nunca. Yo suelo pasar por Madrid varios días en estas fechas, por razones familiares, y aprovecho para desayunar, hacer el aperitivo o merendar (las comidas y cenas están gravemente reservadas a los parientes) con buenos amigos que viven en la capital y con los que difícilmente tengo un rato tranquilo de charla a lo largo del año. Uno de ellos es Mariano Peyrou, un excelente escritor y un gran amigo desde que nos conocimos en un viaje que hicimos a Colombia, hace muchos años ya, invitados a la Feria Internacional de la Poesía de Bogotá. Nos reunimos en el Café Comercial, aprovechando que el mítico bar ha reabierto hace poco, tras su abrupto cierre en 2015 (que motivó una entrada en mi blog anterior, Corónicas de Ingalaterra: http://eduardomoga.blogspot.com.es/2015/07/el-cafe-comercial-y-otros-cafes.html). Llego con alguna antelación (o Mariano con algún retraso) y reparo en el nuevo aspecto del local. Como en otros casos parecidos (por ejemplo, el Café Zúrich de Barcelona), el cierre ha supuesto una reforma profunda, pretendidamente respetuosa con la estética tradicional. Ese respeto, sin embargo, no le ha devuelto el encanto decimonónico y desvencijado del viejo establecimiento. Hay bares centenarios el Comercial es el más antiguo de Madrid a los que parece consustancial la vetustez y hasta la mugre, y en los que uno no imagina a otros camareros que a aquellos de camisa blanca (con lamparones), pajarita negra (de un negro desvaído), servilleta (pringosa) en la muñeca y mala leche general que te servían el cortado o la tostada con la misma alegría con la que habrían recibido una patada en los testículos. El Café Comercial de hoy, renovado hasta los cimientos, luce lámparas halógenas, veladores de calidad y decoración contemporánea, y a la entrada te recibe, tras un mostrador informatizado, una, no sé muy bien cómo llamarla, maîtresse o jefa de sala o recepcionista, que te pregunta cuántos sois y te dirige a la mesa elegida (por ella) o te hace esperar a que alguna quede libre, como en los restaurantes de postín. La maîtresse elijamos esta opción no es española, sino rumana, según creo, y ningún camarero es tampoco compatriota: todos son hispanoamericanos. El proceso de sustitución del personal de los locales de ocio o restauración por trabajadores extranjeros se ha cumplido también aquí. Se conoce que servir mesas ya no es algo que los españoles quieran hacer al menos en España; en Londres, en cambio, ejercen la camarería con devoción casi religiosa y sin rechistar, y son los empleados foráneos los que están encantados de ocupar su lugar. En el Café Comercial de ahora ya no está, ya no puede estar Tomás Segovia: murió hace seis años. Pero sospecho que, si aún viviera, tampoco vendría: esto es demasiado común, a pesar de sus ringorrangos de diseño, demasiado posmoderno, demasiado frío, como para que disfrutara de ello. Antes, en el Comercial antiguo (y cochambroso), lo habíamos visto muchas veces, solo, en una mesa lateral, escribiendo a mano en un cuaderno, y abismado en la escritura, con el pelo blanco tendiendo una suerte de cortina a ambos lados de la cara. Nunca le dijimos nada, a pesar de la admiración que ambos sentíamos por él, porque el pudor nos lo impedía y porque no se interrumpe a un genio cuando está trabajando. Y allí se quedaba él, garabateando versos o notas o lo que fuera, mientras Mariano y yo charlábamos. Me malicio que a Tomás tampoco le habrían gustado las frases con que los nuevos gestores del Comercial han querido subrayar la raigambre literaria del establecimiento. En algún caso, la anodinia del aforismo sorprende y hasta deslumbra: "Vivir es un asunto privado". Pues claro. Solo un cierto sesgo crítico la reinvindicación de la privacidad frente al patio de vecinos planetario en que hemos convertido a las redes sociales, y ellas a nosotros puede justificarla. En otros rótulos, la máxima pretende ser ingeniosa, pero solo es mema: "Bibir es beber con los que viven". Todas aparecen firmadas por "R. S.", que no me extraña que solo las haya rubricado con las iniciales. Mariano me cuenta algunos de sus últimos lances editoriales y literarios. De él me admira siempre lo ha hecho una inteligencia a la que ninguna componenda o simulación parece escapar. Mariano Peyrou es un detector implacable de realidades, a las que despoja de su caparazón o tramoya lingüísticos y deja desnudas, sin aspavientos, a la luz de la ironía y la razón. Quizá algo tenga que ver con eso el hecho de que naciera en Buenos Aires, aunque llegase a España de muy niño, y tuviera una madre psicoanalista (y un tío abuelo, Manuel Peyrou, que se contaba entre los pocos amigos íntimos de Borges). Siempre consciente de lo que subyace a eso que decimos o hacemos y también de lo que dice o hace él, su conversación es un sinuoso recorrido por las emociones y las contradicciones, punteado por el esplendor de lo mismo que destripa: el lenguaje. Claro que esa penetración en lo que nos camufla y tranquiliza implica, a veces, una cierta aspereza (que sería violencia si no estuviera contrapesada por la bonhomía y la fragilidad), pero eso le da a él un encanto agridulce, tan ríspido como seductor. Recuerdo cuando, en aquel festival bogotano en el que nos conocimos, empezó su turno en una lectura colectiva, en la que intervenía último después de que los seis o siete (malos) poetas que lo habían precedido hubiesen ocupado mucho más tiempo del que les correspondía, espetando: "Gracias por venir y, sobre todo, gracias por esperar...". También cuando, en otra lectura, esta en un local de las Vistillas de Madrid, expuso su parecer sobre lo que había dicho uno de los asistentes, un profesor universitario de literatura caracterizado por su gordura y su estupidez. El profesor gordo y estúpido quiso pegarle. Es divertido Mariano. Divertido y sentimental, como casi todos los que han hecho del idioma un instrumento de disección, así en la vida como en la poesía. A Mariano se le atrapa por el cariño, por la amistad constante y sin prejuicios, por la tenacidad en el amor. Y, una vez atrapado, ya no se moverá de una intimidad lúcida y delicada, cuyo ejercicio es, por suerte, independiente del tiempo y la distancia. Mariano es, además, un magnífico poeta, de una trayectoria que ya empieza a ser dilatada, que en 2016 se estrenó en la novela, con De los otros. Yo he reseñado dos de sus poemarios: A veces transparente, en 2005, en Cuadernos Hispanoamericanos, y Estudio de lo visible, en 2009, en el Periódico de Poesía, de la Universidad Nacional Autónoma de México. Dejo aquí, del primero, "Preparación para una despedida":

A lo mejor encuentras aquí tu dosis
de tradición. No estoy hablando en clave,
solo digo lo que no hay.

Llévatelo todo. Cualquier mañana me va bien
si dispongo de un buen vestuario
y la respiración no falla. Tengo que agradecer

a mucha gente, tanta que ellos saben
quiénes son. También está la culpa,
el deseo por alguien que duerme al lado

o desea como si durmiera. Y me pesan la muerte
y otras enfermedades. Fue tan hermoso
como lo que está por acabar.

jueves, 21 de diciembre de 2017

El mago Dynamo

Nunca he escrito sobre él, y no sé por qué. Quizá por el mismo asombro que me causaba, que me impedía cualquier cosa que no fuese una admiración pasmada. Lo descubrí cuando vivía en Londres, y se convirtió de inmediato en uno de mis héroes, un héroe insólito, un héroe sin igual. Lo veía por televisión, en capítulos de media hora, a los que me hice adicto. Y, cuando echaban varios seguidos, haciendo programas de una hora u hora y media, allí me quedaba yo, en el sofá del comedor, aturdido, estupefacto. Ni siquiera me preguntaba cómo lo habría hecho, que es una reacción muy humana, pero muy antimágica. Lo mejor del ilusionismo es dejarse llevar por el efecto maravilloso e inesperado: sentirse en otro mundo, donde no rigen las leyes físícas (ni morales) que nos someten en este, tan prosaico y previsible. Mi interés por la magia viene de antiguo: hace muchos años, unos Reyes, cuando yo aún no sabía que los Reyes eran los padres, me trajeron un juego de magia Borrás. En aquellos tiempos inolvidables, Borrás era sinónimo de magia, como Geyper de juegos reunidos o Comansi de fuertes en los que los rostros pálidos se defendían de los pieles rojas. Me pasé días enteros manipulando los cubiletes, los naipes, las cajas, las cuerdas, ante la atención fatigada de mis padres, con una sensación agridulce: aquello era divertido, pero también decepcionante: todo tenía una explicación demasiado simple: agujeros escondidos, impresiones trucadas, dobles fondos, ranuras secretas. Las fascinación del truco desaparecía como por ensalmo, y nunca mejor dicho: aquella magia era un ejercicio plebeyo que no suscitaba ningún asombro, y en mí menos que en nadie. No obstante, la constatación de aquella realidad desilusionante (como la de que los Reyes eran los padres) no hizo que decayera mi interés por la prestidigitación. He seguido siempre con interés los programas de magia, y hasta he asistido a alguna actuación en directo. Pero nunca he conocido a nadie como Dynamo. Tiene algo que lo diferencia de todos los demás ilusionistas: mientras estos suelen ser estridentes y aparatosos en la línea de Juan Tamariz, un excelente profesional, pero demasiado histriónico, un clown desesperadamente necesitado de un arreglo dental, antes cómico que brujo, Dynamo que se llama, en realidad, Steven Frayne, y es natural de Bradford, donde nacieron las hermanas Brontë, pero también una de las ciudades más pobres de Inglaterra mantiene siempre un aire ascético, casi místico: nunca levanta la voz, ni gesticula, ni sonríe apenas, y, realizado sobriamente el efecto, se marcha con la misma impasibilidad con la que ha llegado. Parece como si hubiera caído del cielo y, demostrados sus poderes, volviera a él. De hecho, esa es la única explicación que encuentro a sus portentosos actos: que tiene poderes sobrenaturales. Dynamo no es un mago: es un ser celestial. Y, como tal, levita, camina por las aguas, atraviesa paredes, desaparece entre la gente y hasta adivina el porvenir (y el pensamiento). En varias ocasiones se ha elevado del suelo en la calle (o inclinado hacia él sin caer), o ha acompañado por el aire a un double decker que circulaba por Londres, o ha sobrevolado la cúspide del Shard, uno de los edificios más altos de la capital (aunque las malas lenguas dicen que llegaron a verse los cables que lo sujetaban al rascacielos y que permitían su ascenso a los cielos; pero yo no me lo creo: yo creo que Dynamo es capaz de ascender a los cielos); en 2011 paseó por el Támesis, ante la mirada atónita de centenares de personas que cruzaban entonces el puente de Westminster, y fue recogido no quiero decir rescatado por una patrulla fluvial de los bobbies, que debió de pensar que era realmente bewildering que, 2000 años después de que lo hiciera Jesucristo, otra persona caminara por las aguas (de nuevo los descreídos y maledicentes propalaron la insidia de que unas vulgares planchas de metacrilato habían obrado el prodigio; pero se trata de otro fruto de la inquina: Dynamo verdaderamente anda sobre el mar, como dijo Mateo del Nazareno, y estoy seguro de que, si quisiera, podría hacer que otros también anduviesen, en cuyo momento todos irían y lo adorarían, diciendo: "En verdad eres Hijo de Dios"); en 2012 pronosticó que España ganaría la Eurocopa, y acertó (lo que le valió 10.000 libras, algo a lo que ni siquiera los seres supremos hacen ascos); y en un programa de televisión Dynamo desaparecía en una tienda muy concurrida, o, mejor dicho, se desmaterializaba: caminando por entre la gente a la que acababa de asombrar con uno de sus trucos, las ropas que llevaba caían de repente al suelo: se había volatilizado. Pese a la espectacularidad de muchas de sus acciones, a Dynamo le gusta también la magia fina, cercana, la que se practica con una sola o unas pocas personas y solo necesita de objetos cotidianos: móviles, relojes, latas de refrescos, cartas, monedas. Y es tan bueno en ella como en los números circenses, porque, claro, Dios se manifiesta por igual en las cosas más insignificantes que en las más colosales. Sus prodigios son innumerables. Este es mi testimonio del último que he presenciado: en París aborda a tres chicas que acaban de comprar fruta en un puesto callejero y les pide prestados un limón y un kiwi. Se pone el limón en una mano y el kiwi en la otra, las junta de repente y lo que sale es un limón dentro del cual hay un kiwi. Y para averiguarlo hay que cortar el limón con un cuchillo. Dios ha creado el kimón. Hecho lo cual, lanza una lánguida mirada con sus ojos azulísimos a las tres patidifusas demoiselles  y se marcha, calle adelante, en busca de otros gentiles a los que llevar la buena nueva. Y uno se imagina que los aborda diciendo: "En verdad os digo que voy a meter tu móvil en la botella de cerveza que te estás bebiendo, o a hacer que todas las gominolas de un puesto de chuches cambien de color, o a volver dorado el anillo plateado que llevas, o a llevar la marca que te ha dejado el sol en la muñeca, donde estaba el reloj, a la altura del hombro". Y lo consigue. Dynamo no hace trucos: obra milagros. No obstante, ni siquiera él (¿deberia escribir "Él"?) es inmune a los achaques: padece la enfermedad de Crohn, y eso ha limitado sus apariciones públicas. Sin embargo, en cualquier momento puede hacerse de nuevo presente y lanzarse desde una terraza para aterrizar suavemente en el suelo, o conseguir que una carta que ha elegido alguien y que él no ha visto salga volando de un mazo que se entreabre, o adivinar en qué canción de Eminem está pensando una fan que espera para entrar en su concierto, o a reventar soplando el culo de una botella de Coca Cola, o a transformar, sin tocarla, una moneda de dos libras que descansa en la palma de alguien en una de una libra. Los caminos del Señor son inescrutables.

domingo, 17 de diciembre de 2017

En Fregenal de la Sierra, con Antonio Reseco y Pilar Molinos

Visitamos hoy, con Antonio Reseco, a la pintora Pilar Molinos en su casa solariega de Fregenal de la Sierra. No he estado nunca en Fregenal, así que el placer será doble: el de compartir el día con dos buenos amigos y el de conocer una hermosa ciudad lo es desde 1873, por concesión de Amadeo I de la mano de Pilar, que nació y vive en ella desde hace una década. (Pese a mi desconocimiento, Fregenal siempre ha estado en mi mente, porque es el pueblo natal de un excelente amigo barcelonés, el poeta José Agudo, al que conozco desde hace un cuarto de siglo, autor del no menos excelente Acordes de una antigua canción, publicado el año pasado por la Editora Regional de Extremadura). Recorremos primero La Cinoja un nombre que proviene, al parecer, de "sinagoga": el barrio judío empezaba en la calle vecina, donde Pilar trabaja y conserva buena parte de su obra, y donde ha habilitado varios espacios para exposiciones y actos culturales. En el centro del noble edificio, un patio encalado lleno de plantas, al que dan casi todas las habitaciones de la casa. Ambos, Antonio y yo, coincidimos en pensar que en primavera y en verano esto debe de ser una maravilla. No me cuesta nada imaginarme reclinado aquí, en una tumbona, rodeado de tiestos floridos y acariciantes aromas, con una temperatura suave, un buen libro entre las manos y un gin-tonic a la vera. Hoy, en cambio, hace frío. La obra de Pilar ha atravesado muchas fases, y es amplia y diversa. Pero dos rasgos esenciales la caracterizan: su audaz tratamiento del color, siempre en danza, siempre abrazador, y su atención al subconsciente. Ella lo confirma: "Una nunca sabe lo que puede encontrar ahí". Y es verdad: los trazos, los volúmenes de sus pinturas y collages denotan sorpresa y, a la vez, reconocimiento de lo desconocido, comprensión de lo incomprensible. Las formas de Pilar, envolventes, sintéticas, obligan a una mirada porosa, a un adentramiento cordial en lo extraño. Porque nunca dejamos de ser terra incognita, aun para nosotros mismos. La exploración de las selvas ignotas que nos acompañan es, en el caso de Pilar Molinos, un ejercicio de austeridad y delicadeza: desnuda lo profundo, y lo expone a la contemplación, sin romper nada, pero sin ocultar el desgarro; dice lo sutil, pero sugiere soledad; sus cuadros son un gorjeo atravesado por la muerte. Pilar ha reservado mesa para tres en un buen restaurante de Fregenal, es más, ha reservado la mesa al lado de un ventanal con unas espléndidas vistas de las estribaciones de la Sierra Morena en las que nos encontramos. Allí nos acomodamos y pronto empezamos a dar cuenta de los buenos frutos de la tierra: aceitunas sazonadas, tomate natural con aceite y ajo, y guarrito frito, amén de unos gambones y un bacalao con pimiento y cebolla que resucitarían a un muerto y hasta a un cementerio entero. Cuando ya estamos en los postres, los comensales de una mesa del fondo, que están celebrando la comida de navidad de la empresa, prorrumpen en una serie de villancicos aflamencados, que alguna joven se anima incluso a bailar, con grande aparato de taconeo y molinetes. El jaleo nos chafa la conversación. Acabamos, con algún apresuramiento, las mousses de limón y la crema catalana, y abandonamos el local. Técnicamente, se puede decir que los jolgorios navideños nos han expulsado del restaurante. Me pasma la capacidad de los españoles para imponer sus deseos y gustos a los demás: los amantes de los villancicos querían cantar villancicos, muchos, a voz en cuello, y lo han hecho, sin importarles que sus alaridos impidieran charlar a quienes solo querían charlar, y sin que nadie haya objetado nada. Esto también me pasma: que todos hayamos aceptado el atropello, tan propio de estas entrañables fiestas, sin rechistar, asumiendo que lo ineducado sería impedir que los que gritaban gritasen. Nos despejamos, por fin, de la comida y los villancicos por las calles de Fregenal, por cuyas piedras y fachadas encaladas se derrama ya una luz de atardecer, blanda, casi líquida. En una placa, cerca de Correos, se recuerda la instalación del telégrafo en la localidad, en febrero de 1880. No me extraña esta conmemoración de las comunicaciones, porque Fregenal está muy unida al desarrollo de estas: en marzo de ese mismo año, un potentado local, el repetitivo Rodrigo Sánchez-Arjona y Sánchez-Arjona, maestrante de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, entre muchas otras cosas, estableció la primera comunicación por teléfono del mundo rural y la primera llamada a larga distancia en España (y algunos creen que en Europa) entre su domicilio en Fregenal y su finca "Las Mimbres": antes los había unido, a su costa, con los cables telefónicos necesarios. En la fachada de la estafeta de Correos también vemos una cabeza de león de bronce: es el buzón. Qué tiempos maravillosos aquellos en que, para que se despositaran las cartas, se labraban cabezas de león, o tortugas de piedra (como con alguna ironía se hizo en la Casa del Arcediano de Barcelona), o caballos rampantes. Hoy las cartas casi han dejado de existir y los buzones también. Fregenal, como casi todos los municipios de Extremadura, alberga muchas iglesias. Alguna, como la de los jesuitas, se encuentra en muy mal estado, aunque peor está el adyacente colegio de los jesuitas, en ruinas. En la de Santa Ana está enterrado uno de los hijos ilustres de Fregenal, el político Juan Bravo Murillo, que fue presidente del gobierno con Isabel II y quien introdujo el sistema métrico decimal en España y construyó el Canal de Isabel II, que aún hoy sigue abasteciendo de agua a la capital, y cuya modernidad acredita el hecho de que sea objeto de los trapicheos multimillonarios de los corruptos capitalinos. El convento de Nuestra Señora de la Paz, en cambio, está perfectamente conservado. Nos asomamos al patio, umbrío, y vemos anuncios de los dulces que hacen las monjas agustinas que lo habitan: "Hay pestiños", dice uno, y caigo en la cuenta de que "pestiño" no solo es sinónimo de coñazo, como siempre he creído, sino también el nombre de una fruta de sartén cuya pesadez se ha expandido en sentido figurado. Los pestiños y demás repostería se expenden en un torno de madera, antiquísimo pero aún operativo, asegurado por una enorme cadena, que admiramos en un entrante del patio. Las casas solariegas, pertinazmente blancas, con portadas de piedra adintelada, escudos heráldicos y rejas de forja, nos invitan a contemplar patios a veces moriscos, a veces modernistas. Algunos los adornan azulejos riquísimos; en otros advertimos reminiscencias del art nouveau. Muchas de estas casas ofrecen también, junto con su historia, testimonio de la actualidad: lienzos granates en los balcones con imágenes del niño Jesús y banderas de España. También pasamos por delante de la Casa de la Inquisición, cuya puerta corona un escudo de piedra con la cruz y las llaves de Pedro. Si esta Casa representa lo más siniestro de la vida en España durante siglos, otros hechos acaecidos en Fregenal simbolizan lo más luminoso y mejor. Aquí nacieron, por ejemplo, los humanistas Benito Arias Montano (que ideó el hermoso lema de la ciudad: litteris armata et armis decorata, "armada por las letras y decorada por las armas"), editor de la Biblia políglota de Amberes, y Cipriano de Valera, un monje jerónimo que el Index Librorum Prohibitorum considera "el hereje español por excelencia" (todo lo que el Index repute herético y don Marcelino Menéndez Pelayo, heterodoxo, ha de ser conocido, porque es fascinante), uno más de los españoles que a lo largo de la historia han tenido que exiliarse en Inglaterra por la intolerancia de su país, autor de la Biblia del Cántaro, la primera edición corregida de la Biblia del Oso, de Casiodoro de Reina, que se erige en la más hermosa traducción del texto sagrado al castellano, la llamada Reina-Valera, un prodigio de hondura y sabor. Hacemos un alto en el callejeo por Fregenal para acercarnos a la huerta que Pilar tiene a la salida del pueblo, donde conocemos a Tango, un beagle cariñoso y rebosante de energía al que hay que tener siempre separado de los conejos domesticados que corretean por la finca para que no se los coma: el cariño que nos demuestra no se extiende a los lepóridos. Pilar nos enseña también una antigua noria, un laurel esplendoroso (Antonio nos informa de que el laurel es conocido como "el árbol de la muerte", porque crece tan despacio que quienes lo plantan se mueren antes de verlo desarrollado; este, a juzgar por su tamaño y espesura, debe de ser centenario) y sus muchos árboles frutales, hoy invernalmente pelados, pero muy prometedores en los meses venideros, sobre todo una higuera, de ramas como garfios, cuyos dulcísimos frutos me imagino recibiendo, tumbado (otra vez; todo lo que tiene Pilar invita al sosiego y la contemplación) a su sombra. Volvemos al casco urbano: vemos la fuente de la Fontanilla, del s. XVI, con tres caños y una hornacina con la imagen de la Virgen de la Guía, y nos dirigimos al castillo templario, en el centro del pueblo, junto al ayuntamiento y el histórico Cinema Bravo, modernista. Al castillo, del s. XIII, se accede por la oficina de turismo. Dentro está el mercado de abastos, que huele a carne, y la plaza de toros, que me recuerda a la de Barcarrota, asimismo recluida entre muros, y cuya imperfecta redondez puede apreciarse siguiendo el camino de ronda de la fortaleza, que Antonio y yo hacemos entero (Pilar nos espera a la entrada de la plaza, porque Tango sube las escaleras con dificultad y da peligrosos tirones a la correa). Luego bajamos a la arena, que está compactada por la humedad y tapizada por una leve alfombra verdosa. A mí, que nunca he pisado un albero, me habría gustado sentir la arena suelta bajo los pies, como los toreros, pero con este tiempo no cabe esperar otra cosa. Pienso en la sensación de plenitud que debe invadir a los matadores (y debía arrebatar a los gladiadores en la antigua Roma) cuando, tras una faena memorable, reciben la aclamación de un coso rebosante y el respetable puesto en pie. Aunque luego pienso en el toro muerto (o en el gladiador destripado) y sacado a rastras del recinto por unas mulas cascabeleras, y se me pasa el entusiasmo. Atardece: pronto oscurecerá. Suenan las campanas de la aledaña iglesia de Santa María, construida contra las murallas del castillo, con adornos manuelinos y un reloj de sol en la torre, con un sol esculpido en el centro, pero sin gnomon que sombree las horas: es un reloj inútil. Hacemos una última parada en casa de Pilar. Nos sirve allí un té, que tras el frío del día nos sienta de perlas; nos regala, con su acostumbrada generosidad, una pila de libros y catálogos suyos (entre ellos, un ejemplar de Posdata, el último poemario de Antonio, que ha ilustrado, con un collage suyo como dedicatoria); y charlamos sobre arte. También nos enseña su estudio, en cuya mesa hay desplegado un gran número de las piezas en las que lleva trabajando algún tiempo: son libros únicos, cuadernos de hojas en blanco que ella llena con palabras recortadas de periódicos y revistas, elegidas al azar (es decir, al azar orientado de lo subconsciente), como hacían los dadaístas. El resultado son objetos preciosos con poemas a menudo espléndidos. Los artistas como Pilar Molinos son capaces de construir mundos abismales con la sola materia de su espíritu y sus manos, en la soledad fértil y terrible del creador. 

martes, 12 de diciembre de 2017

Ya llega la Navidad

De hecho, hace ya algunas semanas que está aquí. La llegada de la Navidad, o de las estaciones, ya no es asunto de las iglesias o los meteorólogos, sino de los ayuntamientos y las empresas. Los primeros embadurnan las calles de luces; las segundas colman la televisión y los medios de comunicación de anuncios. Todo lo aceptamos con naturalidad: es un rito, una obligación, una costumbre. Y los chirriantes celofanes de la Navidad nos envuelven por todas partes. Ayer me tomé un té en el parador de Mérida, mientras empezaba a leer un libro que me ha recomendado un amigo en cuyo criterio literario confío, Atlas del bien y del mal, de alguien inverosímilmente llamado Tsevan Rabtan, y sonaba un villancico. En mi última visita a Madrid, mi suegro me regaló una participación en un décimo de Navidad (ni que decir tiene que no me tocará, como no me ha tocado nunca nada por azar en esta vida; si lo hiciera, a lo mejor cuelgo el año que viene en el blog un elogio de la Navidad). En las puertas de los vecinos han empezado a aparecer cabezas de Papá Noel, bolas de colores y buruños de espumillón. Y algunos de estos personajes obesos y rojos se cuelgan ya de las ventanas, a pesar de su obesidad y su negación del camuflaje, como ladrones con escalo. Los renos y trineos en este país en el que nunca ha habido renos ni trineos ocupan los escaparates y las esquinas. Y unos conos luminosos feísimos han sustituido a los tradicionales abetos en las plazas de muchos pueblos y ciudades: así se respeta el folclore, pero se indulta a los árboles. También suenan ya los "¡feliz navidad!" en las conversaciones y las despedidas, y los padres con hijos pequeños se aprestan a disfrazarlos y aplaudirles hasta la extenuación en los festivales navideños de colegios y guarderías. La televisión está inundada de anuncios de juguetes, colonias y joyas, y de películas estúpidas. Hasta el 22 de diciembre se sucederán estos almuerzos o cenas de empresa en los que hemos de confraternizar con gente que nos es indiferente o a la que detestamos (y a la que le somos indiferentes o nos detesta). Y luego, hasta el día de Reyes y su roscón, caerán las orgías gastronómicas, devastadoras para los diabéticos y los bolsillos. En Nochevieja nos desearemos, a las órdenes del reloj de la Puerta del Sol, feliz año nuevo, y quizá el nuevo año sea el de nuestra ruina, nuestro divorcio o nuestra muerte. Suele decirse que la Navidad es una fiesta para los niños. Justificamos así nuestra resignada aceptación de este tiempo tan aciago, o quizá el placer que aún nos proporcionan sus penurias y falsedades. Yo recuerdo, sí, la excitación infantil de los regalos y las comilonas, y la sensación de que en Navidad se rompían preceptos y se trastocaban hábitos, sin darme cuenta todavía de que la Navidad era un precepto y un hábito, tan oneroso como inevitable. Compramos con ferocidad. Gastamos porque se espera, se exige, que lo hagamos y porque adquirir cosas nos compensa de otras carencias, más íntimas, tanto si esas adquisiciones son para nosotros como para los demás, a los que encadenamos con nuestra generosidad. Para quienes, como yo, la Navidad no tiene, ni ha tenido nunca, una significación religiosa (tampoco la tiene, sospecho, para la mayoría de los que se declaran católicos, en cuya conciencia el nacimiento de Cristo y la adoración de los Magos se ha diluido en un océano de lejanía y vaguedad, cuando no de sinsentido), no hay otro consuelo que la huida, si es que aún es posible huir. Tengo un buen amigo que se escapa todas las nocheviejas con su pareja a algún lugar del mundo, lejos de los parientes, la alegría prefabricada y los deberes sociales, y se encierra, para pasarla con ella, en un hotel desconocido. Su única concesión a la tradición es descorchar una botella de champán y bebérsela entre los dos, en sendas copas de plástico compradas en un supermercado. Con su exaltación de la familia, ese refugio agridulce, a veces búnker, a veces cámara de tortura, la Navidad remueve el barro de lo perdido: del amor que, como todos, iba a ser para siempre y que se ha acabado; del padre, la madre o el hijo muertos; de quienes íbamos a ser y no somos; de nuestra juventud y nuestro cuerpo irrecuperables. La Navidad, siempre igual, siempre fatídica, evidencia nuestra sujeción al tiempo: nos unce a él. Nuestros gestos, requeridos por los gestos de los demás, se repiten, y todo a nuestro alrededor gira con la cansina determinación de un satélite: ese orbitar nos tranquiliza, a la vez que nos disminuye y hasta nos anula. Las campanadas que despiden el año también nos despiden a nosotros: a los sueños que tuvimos y se han frustrado; al fracaso que nos nutre; a la lenta carrera hacia el fin.

viernes, 8 de diciembre de 2017

Moraleja

Hoy visitamos Moraleja: hemos de hacer compras y no hay lugar mejor, para ese fin, que el mayor municipio de la Sierra de Gata, aunque no se encuentre en la Sierra de Gata, sino en las vegas del Árrago. Moraleja es una villa de poco atractivo, pero de mucho comercio. De hecho, un gran número de negocios jalonan la carretera EX-109, que la recorre como un gran espinazo, a veces agrupados en extensos parques comerciales. Hacemos parada en una ferretería, donde tenemos que comprar un adaptador eléctrico conservamos algunos electrodomésticos de nuestros años en Londres, con enchufes de tres machos: no es que los hagan así porque sean más machos, sino porque son ingleses. Las ferreterías siempre me han parecido unos lugares misteriosos, llenos de objetos arcanos, que a veces guardan un inquietante parecido con instrumentos de tortura: sierras, mallos, punzones, tenazas. Y los propósitos a los que sirven y los mecanismos por los que funcionan no me resultan más inteligibles. Cuando le preguntamos al dependiente un hombre joven, enfundado en un chaleco de camuflaje, como si fuese a salir a cazar ciervos, y unas botas de las que calzan los exploradores del Kalahari por el adaptador que necesitamos, nos ofrece una amplia gama cuyas diferencias, salvo el tamaño, somos incapaces de discernir, pero que él distingue con la precisión de un entomólogo. Elige uno que nos parece pequeño, pero que él juzga adecuado: "Es de 10 amperios, lo que corresponde a 2.300 vatios", responde eléctricamente, y nunca mejor dicho; y remata: "Suficiente". Ha dicho diez amperios y 2.300 vatios, pero, si hubiera hablado en serbocroata o formulado un apotegma de la Escolástica, no lo habría entendido menos. Este hombre es poseedor de un saber oculto: es un iniciado, un visionario. Yo tengo por los ferreteros un respeto reverencial. Nos acercamos después a un centro de venta de materiales de construcción, en las afueras de la ciudad, en busca de un mueble auxiliar de baño. Aquí fue donde pasamos muchos días de gloria cuando se estaba construyendo nuestra casa en Hoyos: llegábamos por la mañana y nos quedábamos hasta la noche decidiendo qué suelo queríamos en cada baño, qué materiales preferíamos utilizar en la cocina, qué grifería nos gustaba y qué tipo de madera cuadraba mejor con la piedra de las paredes, entre un número mareante de dilemas semejantes. Ah, qué gozo, qué recuerdos. Aquí fue también donde, en una de nuestras visitas, y cuando ya llevábamos muchas horas examinando tuberías, azulejos y persianas, decidí darme un descanso apoyándome en una pared de la sala de exposición. Era una falsa pared. Y al otro lado había un lavabo. La explosión del lavabo resonó en todo el establecimiento, que es un enorme almacén en el que cabría un boeing. La dependienta la misma que nos ha atendido hoy: mi cara le sonaba, pero no recordaba de qué me disculpó (y no me cobró el destrozo). Ángeles me miró con resignación conyugal, que es una de las más angustiosas formas de resignación, y me empujó resueltamente a la puerta. Nuestro día de compras prosigue, esta vez sin destruir nada, hasta la hora de comer. Decidimos hacerlo en un restaurante popular cercano. En la puerta de entrada se anuncia una próxima "subasta de novillos limusines". En el bar, sendos escudos del Barça y del Madrid revelan la ecuanimidad de los propietarios. Ya en el restaurante, los gritos de "¡carrilleras!" de las camareras al grupo de jubilados que está almorzando locuazmente en la terraza cubierta reciben respuestas entusiastas: "¡Aquí, aquí!", aúllan unos y otros. La aceleración con que las mozas sirven los platos perdura hasta nuestros cafés: el cortado que ha pedido Ángeles aterriza delante de ella con mucha salpicadura en el platito y alrededor del platito. Concluido el ágape, y como las tiendas no reabren hasta las cinco de la tarde, decidimos hacer tiempo paseando por la ciudad. Volvemos al centro por la EX-109, que en el casco urbano toma el nombre de avenida Pureza Canelo la hija más conocida, probablemente, de Moraleja, poeta y premio Adonáis. En esa misma avenida se encontraba la casa familiar de Pureza, una hermosa construcción decimonónica, con un zócalo de azulejos en la fachada, barbada de hiedra, y una entrada neorrenacentista, en la que la poeta se retiraba todos los veranos a escribir, pero que fue derruida, inverosímilmente, hace algunos años. Asombra que uno de los escasísimos edificios de interés con que contaba la ciudad se dejara perder. En su lugar, hoy no hay nada: una nada circuida por una tapia con un cartel de "se vende" de una agencia inmobiliaria. Desde allí nos acercamos a la plaza de España, donde se encuentran el ayuntamiento y la iglesia de Nuestra Señora de la Piedad, grande, ocre y austera. En uno de sus muros se acaba de instalar una placa con unos versículos de la primera Epístola a los Tesalonicenses (5, 15): "Mirad que ninguno dé a otro mal por mal; antes seguid lo bueno siempre los unos para con los otros, y para con todos". (El texto que figura en la inscripción no usa estas palabras, sino las de otra traducción; yo hago constar la versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, la mejor que se ha hecho nunca de la Biblia). Estoy de acuerdo con el mensaje, que, de hecho, transmite uno de mis escasos, pero firmes, principios morales: "no hacer daño". Pero sorprende que el mismo Dios que disponía plagas, arrasaba ciudades y destruía tribus en el Antiguo Testamento predique en el Nuevo el bien universal. Me alegro de que se haya reformado, pero podría haber aplicado sus propias enseñanzas un poco antes: los cananeos y los sodomitas, entre muchos otros, se lo habrían agradecido. Más allá de la plaza de España se encuentra otro de los pocos edificios singulares de Moraleja: la Casa de la Encomienda, un caserón fortificado construido del s. XIV, sede de la Orden de Alcántara y alojamiento, en una de sus visitas a la región, del rey Felipe II. Yo la recordaba, de una visita anterior, agraciada y entera, pero hoy más bien parece amenazar ruina: el techo, de teja, se ha caído en un ala, y el abandono carcome la estructura. De hecho, en una esquina se han puesto vallas para que la gente no pase y se arriesgue a que le caiga un cascote en la cabeza. Compruebo, una vez más, que la memoria es creativa: en mi recuerdo, la Casa de la Encomienda era un lugar grave, pero seductor, ennoblecido por la historia. Hoy descubro que sigue siendo grave, gravísimo, pero que ya no seduce, y que la nobleza de la historia se ha convertido en la plebeyez del presente. Justo delante de la Encomienda, el ayuntamiento ha levantado la Casa de Cultura, un edificio desairado y carísimo. Y nos preguntamos por qué no ha preferido hacerse con el viejo caserón de Alcántara, restaurarlo e instalar allí la biblioteca municipal y demás dependencias culturales. Paseamos un rato por los amenos alrededores: cruzamos el fino puente medieval; vemos el rollo picota, un pentafinio que delimitaba la jurisdicción y el territorio moralejano desde el s. XVII, y que hoy es un monumento venerable, pero en su época proyectaba una sombra ominosa sobre propios y extraños en el rollo se sometía a escarnio público a los reos y en sus cuatro ménsulas laterales se colocaban las cabezas de los ajusticiados; y recorremos los senderos del parque fluvial, feamente jalonados por bancos rojos en cuyos respaldos se han inscrito frases o versos aleccionadores: "Bienvenida sea la risa, que siembra la alegría allí por donde pisa", dice Gloria Fuertes; "no quiero que pienses como yo, quiero que pienses", sostiene Frida Kahlo. Me suenan a manual de autoayuda. De regreso ya, cruzamos la carpa que el ayuntamiento ha instalado en el centro para que el comercio local exprima hasta las heces las fiestas de Navidad y nos asomamos a la librería Neruda, que se sigue llamando librería (en el rótulo que tiene en el stand de la carpa se lee: "Neruda, libros y mucho más") aunque los libros solo ocupen ya un rincón apenas visible de sus estantes. Neruda es, en realidad, un gran bazar, en el que se pueden comprar desde maletas a objetos de decoración. El compromiso de su propietaria, la amabilísima Olivia, con la literatura y la cultura la llevó a abrirla en los 80, pero con el paso de los años ha descubierto que los compradores de libros que pueda haber en una población de menos de 7.000 habitantes como Moraleja no dan para vivir; de hecho, no dan ni para tomarse un café. Así que a Olivia no le ha quedado más remedio que ampliar el negocio para sobrevivir, y de aquella pasión primera por la literatura ya solo subsisten algunas baldas y un par de expositores con un puñado de best sellers, algunos libros de autores locales sobre temas locales y una sección de ofertas, entre las que siempre rebusco y hoy doy con Tormentas, un libro de Liborio Barrera, cuyos diarios hemos publicado hace poco en la Editora Regional de Extremadura. Me lo quedo, por 4,5 euros. Sin embargo, pese a la exigüidad de la oferta literaria de Neruda, es una de las pocas librerías extremeñas que tienen a la venta libros de la Editora. Hoy veo África, azul perfume, un poemario de Pilar Fernández, y se lo agradezco a Olivia de corazón. Todo son pecios de una pasión que la realidad ha resquebrajado, pero que aún subsisten en el piélago del desinterés general por la poesía y el arte. Nos vamos ya, no sin antes pasar por una farmacia. Me atienden lúgubremente: el SES está trasteando con el sistema informático ("¡en pleno puente!", se lamenta la farmacéutica) y los ordenadores no pueden leer las tarjetas sanitarias para dispensar los medicamente que se precisen. No obstante, lo comprueba una vez más y da saltos de alegría cuando ve que el sistema está operativo, al menos de momento. A la carrera, para no perder la conexión, me entrega y me cobra lo que necesito. Ningún boticario me ha atendido nunca tan rápido.