sábado, 29 de abril de 2017

Muerte y amapolas en Alexandra Avenue

Así funciona esto, no sé si por suerte o por desgracia: un escritor un poeta puede pasarse varios años sin dar nada a la imprenta (y hasta sin que nadie se acuerde de él) y, de pronto, en poco tiempo, publicar varios libros, pero no por decisión suya, sino porque así lo disponen los editores, que hacen confluir, inadvertidamente, una pluralidad de obras. Esto me está pasando ahora a mí: tras mi más reciente recopilación de críticas y ensayos literarios (Apuntes de un español sobre poetas de América (y algunos de otros sitios), publicada en México), la segunda entrega de mis Corónicas de Ingalaterra (subtitulada Una visión crítica de Londres y auspiciada por la madrileña Varasek Ediciones) y la antología Selected Poems, que ha visto la luz en Inglaterra, gracias a la benemérita Shearsman, llega ahora a las estanterías el poemario Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, con el que cierro el ciclo de mis libros ingleses, los concebidos o escritos durante mi estancia en el Reino Unido. Lo publica Vaso Roto, el no menos benemérito sello hispano-mexicano, dirigido por la poeta, traductora y editora Jeannette Clariond, en el que ya apareció, en 2013, otro poemario  mío, Insumisión. Me alegra esta continuidad a cierta edad, agotado de buscar siempre (González Ruano decía que, en España, los escritores siempre están empezando), uno ya desea tener un solo editor– y también celebro esa mancha que ilustra la cubierta, y que parece formar la figura de un cuervo, un pájaro muy inglés. El motivo central del libro, quizá demasiado osadamente, es el exilio. Y digo "quizá demasiado osadamente", porque, al hablarle de él y de mi situación en la Gran Bretaña a un amigo también escritor, me replicó que yo no podía tenerme por un exiliado: que mi salida de España había sido voluntaria, y que el exilio debía referirse, si queríamos razonar con propiedad, a quienes abandonaban sus países para huir de la guerra, la persecución política o el hambre (circunstancias todas, por cierto y por desgracia, que los españoles hemos conocido abundantemente a lo largo de la historia). Este no era mi caso, es verdad, pero también puede haber y así se lo dije a mi amigo un exilio moral o existencial: una marcha determinada por la incomodidad insoportable que supone vivir en un lugar, por un desajuste radical con la realidad que nos rodea. Y quizá esta fuera mi situación. Pese a que las circunstancias materiales que me rodeaban eran razonablemente holgadas (no obstante la carestía descomunal de casi todo en Londres), sentí muy vívidamente la experiencia del destierro, querida, buscada, pero dolorosa. Y no contribuyó a paliarla, sino a hacerla más acuciante, la legendaria frialdad de los ingleses, seres solitarios por imposición social y por exigencia ética, que antes prefieren hablar con una puerta que con un semejante. De esta contradicción el alejamiento perseguido, que se revela desarraigo surgieron muchas cosas que escribí en aquellos años de 2013 a 2016, como el blog Corónicas de Ingalaterra, aunque este con una pátina británicamente irónica, con cierto disimulo bienhumorado, que pretendía atemperar la infelicidad, y el poemario que ahora doy a conocer, Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, en el que se relata la malaventura, aunque sin olvidar que el humor y cierta distancia, digamos, histórica son siempre aconsejables para lubrificar la desgracia. Muerte y amapolas en Alexandra Avenue cuyo celaniano título incluye el nombre de la calle en la que estuvo nuestro último piso en Londres: muy británicamente, se llamaba avenue, pero no tenía más de doscientos metros se compone de un poema prologal ("¿Aquí, para qué vine...?") y cuatro partes: en la primera, "Correspondencias", la más extensa, establezco un diálogo entre poesía y prosa, configurando el poema con una pieza versal y, a continuación, un texto extraído de mi blog, que narran y esto es, a mi juicio, lo esencial un mismo momento o inquietud, cada uno desde el ángulo o atalaya de su forma, de su propia manera de construirse, de su articulación sintáctica y, por lo tanto, de su modo de pensar: de hacerme pensar. Pero la realidad es la misma. Son poemas bífidos o mellizos, pero no bifurcados: son uno, con toda la plenitud que he sido capaz de darles. La segunda parte, "Estampas del destierro", está integrada por 96 poemas muy breves abundan los monósticos; y ninguno tiene más de cinco versos, en los que quiero captar la multitud casi infinita de estímulos que recibe quien vive en una ciudad tan abrumadora como Londres. Son, o pretenden ser, una descripción oblicua, fragmentada, próxima al haiku, a la pincelada en el aire, del fascinante paisaje humano, arquitectónico, animal de una urbe tan hermosa como monstruosa. La tercera parte, "Clamor cuchillo", es la pieza en la que mejor se plasma, me parece, el ánimo luctuoso y desasido del libro: un único y descoyuntado poema, cuyo asunto es la desesperación. La cuarta y última parte, "Otros exilios", reúne a un grupo de escritores españoles que me precedieron en el exilio en la Gran Bretaña, aunque ellos sí puedan considerarse propiamente exiliados, según la atinada definición de mi amigo: son, por orden cronológico, José María Blanco White (representante de aquella generación de liberales que tuvieron que dejar la España infernal de Fernando VII y recalaron mayoritariamente en la liberal Inglaterra), Luis Cernuda (a quien le gustó poco el Reino Unido, pese a vivir allí 10 años y recibir una notable y muy provechosa influencia de su literatura), Pedro Garfias (otro poeta andaluz que escapó de la derrota republicana en la Guerra Civil, autor del mejor poema español del exilio, al decir de Dámaso Alonso, que de poemas sabía un rato, Primavera en Eaton Hastings, y que luego, en su exilio definitivo en México, sobreviviría jugando al dominó), Arturo Barea (tercer republicano de la lista, pacense, autor del formidable La forja de un rebelde, nacionalizado británico y muerto y enterrado en la isla) y Jesús Alviz (extremeño como Barea, huido a Londres en los 70, como tantos otros que ansiaban encontrar allí la libertad que no conocían en su país, y que, entre trabajos plebeyos y alojamientos infames, escribió un libro excelente, He amado a Wagner, que todavía no he averiguado si es una novela o un poemario). Con fragmentos de la obra de cada uno de ellos, ínsitos (no intercalados: fundidos) en los poemas, doy cuenta de sus exilios y del mío propio. La práctica intertextual no es solo un mecanismo estilístico, sino más: me ayuda a componer piezas desde los ojos de otro, desde la experiencia de otro, e incluso, idealmente, con el lenguaje de otro. Esa enajenación me enriquece: soy más yo siendo otros. No sé si todo esto tendrá sentido para los lectores (siempre me pregunto lo mismo cuando publico un nuevo libro). A mí sé que me ha servido para sobrevivir a un viaje frustrado, a una intentona insatisfactoria pero también enriquecedora, de la que no reniego, de esa forma oscura, pero inequívoca, en que los poemas que escribimos nos permiten sobrevivir a lo que nos desazona, y a nosotros mismos.




[ESCENAS EN UN PARQUE]

Las normas del parque exigen
que las mascotas vayan atadas.
La señora respeta la ley
y todas las tardes, bien sujeto a la correa,
saca a pasear al gato.

No sé si los ojos verdes del gato brillan
porque le gusta que lo lleven al parque
o porque no le gusta que lo lleven atado.

Para el coche:
pasa un ciervo.

No intranquilizan al ciervo
ni los ciclistas que pasan
ni la escandalera de los perros.

Los plátanos se encaraman al cielo
como si nunca tuvieran bastante azul.

La silla de ruedas del perro que pasa
es solo ruedas.

En la inmensidad vacía del parque,
alguien en silla de ruedas
me saluda al pasar.

Amapolas: mariposas varadas.

Burbujea el barro: un ratón.

El esquelético desdén de los árboles por las hojas muertas.

Cuando llega el remolino,
las hojas caídas levantan los brazos
y, frenéticas o jubilosas, echan a correr.

La hojarasca entierra el camino,
pero el camino late en los pies.

(La hojarasca entierra el camino,
pero el camino, río quieto,
resucita).

Un tocón en el suelo,
pezuña de elefante.

Las farolas
rocían niebla.

En las farolas

se ovilla
la niebla
amarilla.

El sol desgarra las nubes
como si se estuviera ahogando;
pero soy yo el que se ahoga.

El canto del petirrojo
interesa las sombras.

El pato
engulle un trozo de pan
al lado de un cartel
que prohíbe dar de comer a los patos.

En el jardín tropical
cantan las garzas,
pero yo oigo guacamayos.

La galería de arte
que antes fue una estación de bombeo
parece un torreón medieval.

martes, 25 de abril de 2017

El Premio de Poesía Meléndez Valdés

Nos han convocado hoy en el Hotel Bodega El Moral, en la carretera de Los Santos de Maimona a Hinojosa del Valle, para fallar el I Premio de Poesía Juan Meléndez Valdés, convocado por el Ayuntamiento de Ribera del Fresno. Hasta allí me lleva Melitón, uno de los estupendos chóferes de la Secretaría de Cultura, lo cual me asombra y hasta me conmueve, porque, si hubiera tenido que llegar yo por mis propios medios, aún estaría dando vueltas por Tierra de Barros. El Moral es un antiguo cortijo rehabilitado en alojamiento rural, cuyas habitaciones se disponen en un patio rectangular, alrededor de una fuente. Lo rodea un paisaje roturado de viñedos, pulcramente geométrico. No hay aquí ni una pizca de naturaleza abandonada a su propio y desmesurado crecer, sino un trabajo minucioso de poda y alineación que se me antoja muy adecuado para conmemorar, como haremos esta tarde, la poesía igualmente refinada y metódica de Juan Meléndez Valdés. Preside el jurado Álvaro Valverde, poeta y amigo. Sus vocales somos los también poetas Juan Ramón Santos, presidente de la Asociación de Escritores Extremeños, Olvido García Valdés, que ha sido la primera en llegar a El Moral, Irene Sánchez Carrón, que, por el contrario, llega después de comer, y yo mismo; Elisa Moriano, en representación de la Diputación Provincial de Badajoz; y Piedad Rodríguez, alcaldesa de Ribera del Fresno, que trasladará el voto de sus conciudadanos, que anoche eligieron su libro favorito. Actúa como secretario, con voz pero sin voto, José María Lama, que ha diseñado el premio y coordina su desarrollo. Debemos fallar entre seis candidatos finalistas, elegidos por un prejurado compuesto por siete destacados críticos, cuatro de ellos extremeños: Nuria Azancot, Javier Rodríguez Marcos, Jaime Siles, Álex Chico, Miguel Ángel Lama, Enrique García Fuentes y Francisco Javier Irazoki. Confieso que, en un primer momento, me planteó alguna prevención un premio que, por su compleja estructura y amplia composición, parecía dudar de sí mismo, como si no creyera en la capacidad de un jurado reducido y fuerte para tomar la mejor decisión, y así se lo transmití al propio José María Lama. Ahora debo reconocer que el funcionamiento del galardón ha sido óptimo, y la decisión final, justa y, desde mi punto de vista, inmejorable. Pese al buen funcionamiento del premio, quedan algunos asuntos por pulir. Por ejemplo, la paridad entre hombres y mujeres que presenta el jurado (aunque no el prejurado, donde predominan los varones) no se ha trasladado al conjunto de finalistas, todos los cuales son hombres. No tengo por qué pensar que haya otra razón para ello que el hecho de que los prejurados, aplicando su libre juicio y un criterio estrictamente literario, han decidido que los seis mejores candidatos eran los que han elegido. Al fin y al cabo, hace algunos meses fui jurado de otro premio, el Dulce Chacón, cuyos cuatro finalistas eran mujeres (asimismo elegidas por un prejurado en el que predominaban los hombres), sin que nadie se sorprendiera por ello. Sin embargo, quizá no fuera irrazonable disponer algún requisito en las bases del Meléndez Valdés que garantizara la presencia femenina en la selección final. Y no solo porque así lo demanda un elemental principio de igualdad, sino porque habría complacido a Juan Meléndez Valdés, que lo reclamaba también para la sociedad de su tiempo. Tras la comida que, por desgracia, no está a la altura del emplazamiento ni de la categoría del hotel: la carne, en particular, falla estrepitosamente, deliberamos. El intríngulis de las deliberaciones de los jurados literarios da para muchos relatos (algunos, de terror). Todo depende, claro, de la personalidad de quienes los compongan, y se sabe de algunos debates que han sido poco menos que asaltos de ultimate fighting (otros, en cambio, parecen una apacible reunión de la famiglia). El nuestro discurre por los cauces de la moderación. De hecho, la discusión apenas muestra aristas y no se prolonga en exceso, aunque la decisión no sea unánime. No puede serlo: el libro mayoritariamente votado por los vecinos de Ribera del Fresno no es el preferido del jurado, y Piedad, la alcaldesa, debe atenerse a lo decidido por el pueblo. Tomada la resolución, nos entregamos al asueto, si es que lo que llevamos ya hecho no lo es. El ayuntamiento ha previsto una visita guiada por el pueblo, que iniciamos en la Plaza de España, de la mano de Carmen, una encantadora guía local (que nos confiesa, al principio del paseo, que su sueño es dedicarse plenamente a este trabajo), junto al monumento a Meléndez Valdés, un enorme busto en bronce de Luis Martínez Giraldo (que los vecinos, me desliza alguien, conocen por el cabezón; el busto, digo, no Martínez Giraldo). Carmen nos informa de los datos principales de la vida y obra del poeta, aquel autor al que, en el colegio (donde, asombrosamente, aún se estudiaba en mis años de bachillerato) y en la Facultad de Filología, se le asignaba automáticamente el calificativo de "anacreóntico". Meléndez Valdés era anacreóntico como Tristán Tzara era dadaísta o los incendios, pavorosos. Quedaba la duda de si alguno sabía lo que significaba "anacreóntico" (o "dadaísta"), pero no importaba: el adjetivo lo hacía esdrújulo y enigmático, como debía ser un escritor del Setecientos. En cualquier caso, y a pesar de sus éxitos literarios e intelectuales, Meléndez Valdés no tuvo una vida fácil. Quedó huérfano de madre a los siete años y de padre, a los 20; y Esteban, su hermano mayor y guía personal, murió cuando Juan apenas había cumplido 23. Poco después se casó con María Andrea de Coca, una mujer que Carmen, nuestra guía, define diplomáticamente como "una mujer de carácter fuerte", lo que, en realidad, quiere decir que era una arpía de mucho cuidado, que hizo de su vida un infierno. Cuando Napoleón invade España, el ilustrado Meléndez Valdés apoya a José Bonaparte al que llegó a componer una oda y entra en la, para muchos, oprobiosa categoría de afrancesado, que aún hoy, y para nuestra vergüenza, lo continúa persiguiendo. Sus deseos de que el ocupante francés ayudara a instaurar en España un régimen liberal y benéfico, del que estuvieran ausentes la incultura, el fanatismo y la Inquisición, formas todas de la misma miseria, se vieron frustrados pronto: sus compatriotas no tardaron en echar del país, a golpes de faca y trabucazos, a Pepe Botella, y con él se marchó Meléndez Valdés, que peregrinó por varias ciudades del sur de Francia hasta que, tras empeorar su salud y caer en la depresión, murió en Montpellier en 1817. Meléndez Valdés, que fue un fino jurista, además de un exquisito poeta, representa lo mejor de una España tenebrosa, y su literatura encarna algunos de los valores que merecen ser reivindicados en la literatura y la España de hoy: delicadeza, libídine, humanidad, empaque civil y reciedumbre ética. En su casa natal, una placa en la fachada lo define como sigue: "Del patrio foro fúlgida lumbrera, / orgullo de las musas y ornamento, / justo es que en alas de su amor Rivera / te consagre este noble monumento". Ah, ya no se escriben dedicatorias así. Seguimos nuestro paseo por Ribera del Fresno, guiados por la siempre sonriente aunque cada vez más apresurada, porque el tiempo apremia Carmen. Admiramos las fachadas de algunas de las hermosas casas solariegas del pueblo, de aire andaluz, y entramos en la de Vargas-Zúñiga, sede la Casa de Cultura del Ayuntamiento. Llegamos hasta el amplio patio trasero, con un pozo en el centro, y descubrimos a un gatazo blanco en una de las salas, que nos mira con ojos desconfiados. Dedicamos un rato también a la iglesia de Nuestra Señora de Gracia, la única de Extremadura con torres gemelas. En su interior se conserva, amén de un retablo barroco de fines del s. XVII, del maestro Alonso Rodríguez Lucas, el púlpito de piedra que, cuenta la leyenda, entregó Isabel la Católica a Ribera del Fresno por haberse llevado el fresno de la ribera ("¡qué fresna!", exclama José María Lama al enterarse), y la pila bautismal en la que se bautizó a Meléndez Valdés. Por fin, volvemos a la Casa de Cultura, en una de cuyas salas se va a dar a conocer el fallo del premio. Antes, José María Lama lee "Prosperidad aparente de los malos", la oda XVIII de Meléndez Valdés, y los cinco miembros poetas del jurado, composiciones propias que tratan del libro, la lectura y la literatura: el Día del Libro está cerca y todos queremos celebrarlo. (Yo leo un poema sobre Cioran, de Insumisión, con el habitual apuro: es largo, y siempre temo aburrir al público). El libro premiado es No estábamos allí, de Jordi Doce, publicado por Pre-Textos, que, por cierto, yo reseñé en este blog en diciembre de 2016 (http://eduardomoga1.blogspot.com.es/2016/12/no-estabamos-alli.html). Siguiendo la costumbre, que se está generalizando, de comunicar públicamente el premio al premiado, el presidente del jurado lo llama al móvil, y Jordi confiesa estar en una librería de El Escorial, aturdido, como es natural, y alegre por la noticia. Álvaro le pide que lea un poema suyo a todos los que lo escuchamos, y él recita, entrecortadamente, uno de memoria. Esas vacilaciones nos transmiten su emoción y hacen más hermosa todavía la lectura. La poesía, aun mediatizada por un teléfono y el ruido ambiental, es eso: temblor, pálpito, insurgencia. El Ayuntamiento recompensa aún más nuestro trabajo con un busto en escayola de Meléndez Valdés (aunque de tamaño, por fortuna, mucho más reducido que el de la Plaza de España), obra de Carmen Goga, modelado a partir de la única imagen que conservamos del poeta, el óleo de Goya de 1797, hoy en la Biblioteca Nacional, y acompañado por un certificado de la artista que acredita su autenticidad. Luego ya solo nos queda cenar. De hecho, y acaso para compensar la flojera del almuerzo, aquí no dejan de traernos fuentes de comida, como si la cocina del establecimiento fuera una enorme y neoclásica cornucopia. Sobran tantas croquetas que me atrevo a pedir que me las metan en una fiambrera para llevárnoslas a casa. Aunque antes le pido permiso a Piedad: técnicamente, son propiedad del Ayuntamiento. Ella me lo concede, con la misma rectitud y generosidad con la que ha actuado hasta ahora.

jueves, 20 de abril de 2017

Picasso, Santa María del Mar y la Guerra de Sucesión

No recuerdo de dónde saqué la información, pero ya antes de volver a Barcelona estos días de Semana Santa sabía que quería ver la exposición sobre los retratos de Picasso en el museo dedicado al pintor en la ciudad. Nos acercamos, pues, hoy al palacio de Berenguer de Aguilar, en la calle de Montcada, sede de la pinacoteca, para visitarla. En la calle Princesa, reparo en una antigua tienda de magia, que supongo frecuentaba Joan Brossa, un gran amante de la prestidigitación. Imagino, también, que ya me había fijado en ella en otras ocasiones, pero hacía tanto tiempo que no pasaba por aquí, que se me ha olvidado casi todo lo relativo a este barrio. Junto al veterano establecimiento mágico, veo otro que se anuncia como una enfermedad: Barcelonitis, pero no me paro a comprobar qué se puede comprar en él, si camisetas del Barça o sombreros mexicanos. Estas nuevas apariciones revelan una ciudad en permanente cambio: igual que todas las células de una persona se renuevan cada siete años, sin que deje de ser quien es, la urbe parece también transformarse sin cesar, aunque sigamos reconociéndola. No obstante, la distancia entre lo que recordamos de ella y lo que hoy parece, es también una distancia existencial: de nosotros mismos; de quienes fuimos cuando estas calles eran otras. Antes de llegar al museo, tomamos un pincho y una cerveza en una taberna vasca. En otro tiempo, solo habían aquí figones mugrientos, que olían a ceniza, fritanga y zotal, y los pies de cuyas barras estaban alfombrados de servilletas de papel sucias y arrugadas, conchas de mejillones y cabezas chupadas de gambas, pero que se nos antojaban deliciosos. Y, si alguno era vasco, lo sabíamos no porque lo anunciase a todo color y en varios idiomas, sino porque lo regentaba un señor con bigote y chapela, de Portugalete, que te servía el pacharán salpicándote el mostrador y los pantalones. Hoy abunda esta cocina higiénica y cosmopolita que me da más grima que aquellas encantadoras cutreces setenteras. Mientras damos cuenta del tentempié, vemos por la televisión, ineluctablemente encendida (como antaño: hay costumbres que no cambian), un programa británico de viajes en tren que también seguíamos en Londres, presentado por el Carlos Sobera inglés, el rubicundo Chris Tarrant. Llegamos, por fin, con ilusión al Museo Picasso, pero la ilusión se desvanece de golpe cuando vemos la cola que hay para entrar y, lo que es peor, lo despacio que avanza. Es una cola soviética, más aún, londinense, y nos consuela poco que un grupo de músicos callejeros amenice la espera con violines y clarinetes. La puntilla nos la da el precio de las entradas: 14 euros por cabeza. Decidimos marcharnos: aunque estemos haciendo turismo, no nos apetece sentirnos turistas en nuestra propia ciudad. Nos dirigimos entonces, decepcionados pero resueltos a convertir aquel fracaso en una agradable aventura, a la cercana Santa María del Mar, la iglesia más bonita de Barcelona, que se llama así porque atendía, en la Edad Media, a los trabajadores de estos barrios marineros, y que algunos escribidores astutos han hecho hoy centro de un gran negocio literario. Aquí no hay que pagar entrada (a diferencia de la catedral, donde todo visitante entrega su óbolo al Moloch del turismo), así que ingresamos con gusto en el recinto, cuya altura y sobriedad arquitectónica deslumbran: las dos naves laterales, de 26,5 m son casi tan altas como la central, de 32,3 m. Se empezó a construir en 1329 y se concluyó en poco más de 50 años, una rapidez vertiginosa para la época (y aun para la nuestra: la Sagrada Familia lleva en construcción 135 años, y lo que te rondaré, morena), lo cual facilitó una insólita coherencia de estilo, un gótico puro. En 1525 pedía limosna en ella San Ignacio de Loyola, aquel vasco, inventor del jesuitismo, que vivió en una cueva en Cataluña, como el señor de Portugalete que servía pacharán en una cueva de Princesa. Una escultura moderna, y más bien fea, recuerda, en el interior del templo, aquella santa mendicidad, que algunos consideramos mendacidad. La iglesia, como todas las seos tan provectas, ha soportado múltiples embates a lo largo de la hisoria: terremotos, bombardeos (en los que Barcelona ha sido pródiga) e incendios, el último de los cuales se produjo en 1936, por cortesía de anarquistas y comunistas. A la una, un señor con acento ecuatoriano echa poliglósicamente a todos los visitantes: en castellano, catalán (macarrónico) e inglés (más macarrónico todavía). Volvemos entonces a unas calles abarrotadas de guiris y domingueros. ¿Habrá entre ellos algún barcelonés? En el laberinto de callejas adyacentes a las vías principales, la calle Argenteria o el paseo del Born, en cambio, la tranquilidad es absoluta. Solo vemos inmuebles viejos, en los que antes se alojaban inmigrantes, pescadores y putas, pero que ahora están ocupados por tiendas pijas de ropa, de zapatos, de cerámica, baretos caros y boutiques. Aunque no sé cómo sobreviven: casi todas están vacías, y apenas hay paseantes. Nuestros pasos resuenan en las calles estrechas, y el viento no alcanza a agitar las esteladas que cuelgan de los balcones, junto con alguna bandera de las Filipinas o Marruecos: es el pasado del barrio, que no llega a desaparecer. Pasamos por delante de la casa en la que nació, en 1824, Francesc Pi i Margall, aquel presidente de la I República Española en el cajón de cuyo escritorio se encontraron, cuando dimitió, las dietas que le correspondían como jefe del Estado para cenar: le había parecido oprobioso gastar en comida el dinero de los contribuyentes y allí lo había dejado, sin decírselo ni a los ujieres. Un comportamiento, como puede verse, idéntico al que observan hoy nuestros servidores públicos. Entramos después en "La Chinata", una tienda de aceites extremeños ¡de la Sierra de Gata!, donde los productos con los que nos hacemos en Hoyos a precios muy razonables se ofrecen como artículos exóticos o de lujo. En un balcón de la fachada de un edificio cercano, veo la figura, en cartón o poliuretano, de un enorme ciervo blanco; y, en otra galería, un poco más arriba, un cacto asimismo gigantesco. Me pregunto quién saldrá a esa terraza a relajarse. Nuestros pasos nos llevan por fin al antiguo mercado del Born, ahora reconvertido en museo. Durante medio siglo, de 1921 a 1971, fue eso, un mercado de abastos. Luego los munícipes tardofranquistas, clarividentes como siempre, se plantearon demolerlo, pero, ya iniciada la democracia, las protestas vecinales impidieron el derribo. El Born (que yo, en mi adolescencia, llamaba Borne) vivió en un limbo urbano muchos años, hasta que se decidió destinarlo a biblioteca. Pero, al empezar las obras en el subsuelo, se descubrió una parte magníficamente conservada de la ciudad existente al acabar la Guerra de Sucesión (aunque castigada por el conflicto y luego derruida para construir la cercana Ciudadela, el imponente fortín que velaba por que Barcelona no volviese a levantarse contra los Borbones: erigirlo supuso la destrucción de más de 1 000 casas, el 17% de la superficie edificada de la ciudad) y se optó entonces por trasladar la biblioteca a otro lugar y preservar y acondicionar el yacimiento. No se nos escapa que tras esta decisión alienta una voluntad política: la de subrayar el relato histórico más afín al nacionalismo actual, uno de cuyos capítulos axiales es el de la resistencia de Cataluña a Felipe V, en defensa de sus derechos y libertades. Los libros que iban a ir allí, pues, se mandaron a otro sitio (ignoro cuál) y a la entrada del mercado, hoy museo, se izó una enorme senyera (no tan grande, empero, como la bandera española que ondea en la plaza de Colón de Madrid, que es, a su vez, mucho más pequeña que la tricolor que flamea en la plaza del Zócalo de Ciudad de México: en esto de las banderas, sin duda, el tamaño importa). Recorremos despacio el yacimiento, único en Europa por sus dimensiones y su estado de conservación, bien iluminado y acompañado por una excelente información. Se reconoce perfectamente la planta de los edificios, el diseño de las calles y los numerosos pozos, riegos y acequias entre ellas, el medieval Rec Comtal que salpicaban, y nunca mejor dicho, el barrio. Se conoce que Barcelona era, a principios del S. XVII, una urbe ajardinada y lacustre, que la Guerra deshizo. Los paneles informativos dan amplia cuenta, entre otras cosas, de la batalla de Barcelona, en 1714, y de alguno de sus antecedentes más determinantes. Por ejemplo, el abandono de los catalanes a su suerte por parte de la monarquía inglesa, que se había comprometido a defenderlos, con armas y soldados, por el Tratado de Génova de 1705, aunque no sé yo si un pacto firmado, en nombre de la reina Ana de Inglaterra, por un comerciante de aguardiente, un tal Mitford Crowe, podía inspirar demasiada confianza a nadie. En cualquier caso, los ingleses, que habían dado su apoyo a la causa austracista por la sola razón de oponerse a sus archienemigos de entonces, Francia y España, desistieron del empeño cuando vieron que en la Península pintaban bastos y que sus enemigos acabarían zurrándoles la badana. En lugar de honrar sus compromisos, como Groucho Marx, establecieron otros, esta vez mediante el Tratado de Utrecht, que les permitió hacerse con Gibraltar y Menorca, una ganancia notable, comparada con la que les esperaba en los secarrales aragoneses y las callejuelas de Barcelona. Como diría muchos años después el preclaro Lord Palmerston, primer ministro del Gobierno de Su Majestad, Inglaterra no tiene amigos permanentes ni enemigos permanentes: Inglaterra solo tiene intereses permanentes. Y, en fin, allí se quedaron los barceloneses, tras los muros de la ciudad, decididos a continuar la lucha, pero sin más apoyo ni tropas que las que pudieron reunir entre sus propios vecinos y refugiados: 5 000 defensores, que resistieron catorce meses el asedio de 40 000 sitiadores. El 11 de septiembre de 1714 fue la jornada final: la artillería del duque de Berwick abrió siete grandes brechas en la muy castigada muralla de Barcelona, por las que irrumpieron las tropas franco-castellanas. La resistencia era ya desesperada. En un último esfuerzo, el general Antonio de Villarroel reunió a los pocos escuadrones catalanes de caballería organizados que quedaban y cargó contra los atacantes que avanzaban desde el convento de Santa Clara y que se habían atrincherado en el Rec Comtal, aunque lo superaban ocho veces en número. La carga fue desbaratada por intensas descargas de fusilería, y el propio Villarroel cayó malherido. Aquella maniobra, trágicamente equiparable a otras cargas legendarias e igualmente malhadadas, como la de Pickett y sus 5 000 virginianos en Gettysburg o la de la Brigada Ligera contra los cañones rusos en Balaclava, aunque mucho menos conocida, supuso, de  hecho, el fin de la defensa de Barcelona. Berwick dio un plazo de reflexión para que la ciudad se rindiera; de otro modo, anunció con escalofriante frialdad, "se pasaría a todos a cuchillo". La capitulación se firmó el 12 de septiembre. Salimos del mercado/museo del Born/Borne y nos vamos a comer. La caminata y la rememoración histórica, aunque sangrienta, nos han abierto el apetito. El día sigue luminoso y las calles, bulliciosas. Nos cosquillea esta inversión: que vivamos la ciudad en la que hemos vivido tantos años como si la hubiéramos descubierto hoy. Igual que cualquiera de estos turistas que zampan paella o mejillones a dos carrillos (pero sin tirar las servilletas al suelo) en cualquiera de los muchos restaurantes por los que pasamos.