sábado, 1 de julio de 2017

Cosas del verano

El drama inacabable de los refugiados se agudiza en verano. El buen tiempo da alas a la desesperación. El último capítulo de esta tragedia, que debería conmovernos y avergonzarnos, pero que tenemos escondida debajo de la alfombra de la indiferencia, se ha producido hace pocos días. Resumo lo sucedido: una barcaza atestada de emigrantes africanos, de esos que viven en países miserables, gobernados por la corrupción y las transnacionales, o víctimas de guerras atizadas por el lucro y la religión, si no por ambas cosas, se hace a la mar con la esperanza de arribar a Europa. Todos ellos, hay que recordar, han viajado desde sus países hasta las costas del continente en condiciones infrahumanas, y sido expoliados ya por las mafias que trafican con el lumpen. Ya en alta mar, la patera es asaltada por piratas de los muchos que, como en tiempos de Barbarroja, infestan el Mediterráneo, que les roban el motor, lo único valioso que hay a bordo. Sobrecargada, sin equipos de navegación y a la deriva, la barcaza no tarda en naufragar: mueren 126 de sus 130 ocupantes. Los cuatro supervivientes son recogidos por unos pescadores libios, que, en lugar de llevarlos a puerto, los mandan a otra patera. Será de esta de donde los rescatarán, por fin, los guardacostas italianos. La sucesión de calamidades demuestra la maldad de la condición humana, que se ensaña con los más débiles, y lo atroz que puede ser también el azar, que se alía a veces con los actos más reprobables para hacerlo todo aún más espeluznante: injusticia, miseria, trata de seres humanos, piratería, gente despiadada, se aúnan para que el Mare Nostrum, tan nuestro, tan cercano, cuna de la civilización, se haya convertido, además de en el lugar donde millones de occidentales disfrutan de unas merecidas vacaciones, en una pira líquida en la que arden los más pobres de entre los pobres.

Hay dos tipos de comercios que me chifla visitar: las heladerías y las tiendas de lencería. Las primeras, no obstante, suelen estar atiborradas cuando más se las necesita, y eso les resta encanto. En las de lencería, en cambio, nunca hay demasiada gente. Ayer fui a una, en la calle Santa Eulalia, a recoger una prenda que había encargado mi mujer. Me atendió una dependienta amabilísima, que confundí con una diosa griega: le cubría milimétricamente la cara un maquillaje que olía a vainilla; ni un pelo discrepaba de un peinado recogido en un moño dorado; y lucía un escote en el que uno habría querido quedarse a dormir. Mientras buscaba el artículo y me cobraba, yo reparaba en lo que se exponía a mi alrededor: sujetadores de todas las formas y los colores, pero entre los que yo apreciaba especialmente los negros, rojos y morados, que echaban a volar la imaginación; braguitas en las que parecía imposible que cupiera nada; camisetas transparentes como los cuerpos de las huríes; batines con encajes, blondas y pedrería; pantis finísimos que estaban diciendo "¡relléname!" (o, mejor, "¡arráncame!"); y complementos que me resultaba imposible imaginar para qué servían, pero que sin duda servían para algo maravilloso. Otra dependienta atendía cerca a varias clientas. La oí decir: "Esto va muy bien para las mujeres con mucho pecho. Ese es el problema". Me sentí confuso: el mucho pecho nunca me ha parecido un problema. En toda la tienda vibraba un frufrú de sedas, fulares y lentejuelas, y se percibía un delicado aroma floral, a áloe y trementina. Mi dependienta roció un poco de perfume en la bolsa en la que iba a poner la prenda, como antes hacían algunos con las cartas de amor, y aquel delicado olor se sumó al universo de esencias que saturaba aquel lugar benemérito. Luego, me entregó el paquete, me dio las gracias y me deseó buenas tardes con una sonrisa que habría derretido al mismísimo José María Aznar. A mí me recordó a Afrodita.

Esta mañana he sufrido redescubriendo un horror antiguo, que conozco bien de cuando vivía en Sant Cugat. A las 7.15 h., un estruendo infernal me ha despertado. He pensado primero en una moto, de esas que conducen adolescentes descerebrados, cuyo único propósito a esta edad parece ser desquiciar a los demás, pero enseguida me he dado cuenta de que el ruido persistía sin perder intensidad: no podía ser el de un ciclomotor. Desesperado, me he asomado por la ventana abierta con estas temperaturas también infernales, es suicida tenerlas cerradas y he visto qué era: un barrendero mecanizado, a quien Dios confunda. Armado con una diabólica máquina sopladora de hojas, se paseaba alrededor del edificio aventando la hojarasca y la suciedad al centro de la calzada, para que luego un vehículo apenas menos ruidoso que él las engullera. El chorro de aire con el que castigaba el asfalto y mis oídos sonaba como un lanzallamas o una hormigonera. De esa exasperante práctica indigna que se lleve a cabo tan temprano, antes, seguramente, de la hora en que las ordenanzas municipales permiten hacer ruido (con lo que el ayuntamiento es el primero en incumplir sus propias normas), y que se utilice un aparato que consume gasolina, contamina y perjudica la salud de los vecinos (el ruido altera el sueño, genera estrés y depresión, y perjudica el ritmo cardiaco) y los trabajadores, que deben cargar con un motor pesadísimo a la espalda, aspirar durante horas sus horrendos hedores y ponerse cascos si no quieren quedarse sordos, en lugar de otro barato, ligero, saludable, silencioso, ecológico y fácil de almacenar y mantener, llamado escoba. Pero a los ayuntamientos les ciega parecer modernos y tecnológicos, aunque para ello hayan de comprar artefactos caros e insalubres y sacrificar el descanso de sus vecinos. Mueran las máquinas sopladoras de hojas. Viva el silencio.

3 comentarios:

  1. No entiendo la relación de los acontecimientos que nos relatas. Seguro que lo haces justo para zarandear al lector. Lo has conseguido conmigo, Eduardo.

    Un abrazo.

    Blanca

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  2. El verano es época extraña. Si bien debería templar el malhumor, aminorar las prisas, calmar angustias, relajar obligaciones, a menudo se convierte en un puchero donde hierven conflictos familiares variopintos, aglomeraciones asfixiantes, la obligación de viajar muy lejos y divertirse agotadoramente. Nada de eso tiene que ver con quienes viajan en patera, cuyas preocupaciones abofetean nuestro egoísmo y nos sonrojan sin miramiento. ¿Y qué? Y...nada. Algún donativo, alguna manifestación...Indiferencia, no: complicidad vergonzosa con el sufrimiento.

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  3. Pechos grandes o pequeños son problemas gravísimos para elegir, por ejemplo,un biquini que nos siente bien. Los grandes deben quedar recogiditos sin parecer aprisionados; los segundos deben lucir espontáneos y apetecibles cual flan que cupiera en una mano. La elección puede quitarnos el sueño varios días, inquietarnos incluso más que el barrendero armado con el "soplahojas", créeme.

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