domingo, 6 de mayo de 2018

En urgencias

En este hospital murió mi padre. En él pena hoy también mi madre, víctima de uno de los peores enemigos de los viejos: las caídas. Ha perdido pie en casa, ya de noche, y se ha dado de cabeza contra el marco de una puerta. Tiene una brecha tremenda en la frente, que ha requerido puntos de sutura, y, lo que es peor, aunque no parece que vaya a ir a más, una pequeña hemorragia interna. Pero el cráneo, pese a todo, ha resistido bien el impacto. Cuando llego al hospital, me sorprende comprobar que urgencias está casi vacío: solo en un par de boxes dormitan o velan enfermos y familiares. Cose la herida un médico venelozano reconozco el acento, alto y guapo aunque ya calvo, pese a su juventud, alrededor del que se arremolinan enfermeros y celadores. Esto también me llama la atención: que haya tanto personal atendiendo a un enfermo. Quizá porque el departamento está tranquilo y agradecen ocuparse en algo. El número de implicados favorece la dicharachería y hasta el jolgorio. Mientras el galeno sutura, alguien le pregunta por el Madrid, pero él es del Barça (como tantísimos venezolanos, para lo que quizá no sea irrelevante que también en Venezuela haya una Barcelona) y esboza un gesto de disgusto por la final de la Liga de Campeones que va a jugar el eterno rival. Luego desliza que el Madrid logra estos éxitos porque suelta billetes allí donde conviene. Mi madre, debajo de la sabanilla que le han puesto en la cara para aislar la herida que se está reparando, ya no se queja; lo ha hecho mucho cuando le han puesto la anestesia, una sucesión de pinchazos en lo vivo de la descalabradura. Otro sanitario pregunta si mi madre "es sintronera" y uno más, si "es aspirinera". Esta es la forma que tiene esta gente de manejarse con las rigideces del oficio, supongo: transformar las áridas realidades médicas o farmacológicas en cosas divertidas o, por lo menos, en dichos coloquiales. Y así será todo el fin de semana e, imagino, siempre. El personal dedicado a la atención de los enfermos debe distanciarse emocionalmente de ellos para que su trabajo sea objetivo y, por lo tanto, eficaz. Pero esa distancia o frialdad necesaria bordea a menudo la indiferencia y hasta la falta de respeto. Por esa estrecha franja entre el desapasionamiento y la zafiedad transitan sin remedio. Me disgusta, por ejemplo aunque no me quejo, porque ya he aceptado que es algo general: en esto, como en tantas otras cosas, yo soy el que se ha quedado no sé si atrás, pero sí aislado, que la tuteen; y lo hace todo el mundo. No puedo evitar que me chirríe: que un veinteañero hable de tú a un octogenario es como si un portero de discoteca discutiera de filosofía con Wittgenstein. En el hospital reconozco la asepsia, la gelidez de todo: los hospitales son la cadena de montaje de la salud. Y también los olores, en los que se mezcla la acidez de lo químico y la aspereza de lo doliente. La mañana siguiente compruebo que urgencias está llena de abuelos. Algunos solos, otros con sus familiares y bastantes acompañados por cuidadoras hispanoamericanas. Las urgencias están llenas de cabellos blancos y pieles morenas; en las urgencias se mezclan el catalán y los centroamericanismos. Las mujeres de Iberoamérica prestan a los mayores españoles la atención que el Estado no es capaz de proporcionarles: ni dota como debería la ley de la Dependencia ni garantiza que los servicios sociales atiendan a cuantos lo necesiten. Tras pasar la noche en el box en el que la han curado, trasladan a mi madre a otra sala de urgencias, ya no individual, sino compartida con otros enfermos. Allí no deja de lamentarse una señora muy añosa: "¡Ay, ay, ay!". Sus ayes, proferidos con voz recia, que desmiente la aparente fragilidad y el estado de postración de la mujer, son una cantinela sin fin, solo interrumpida por otros oscuros plañidos: "¡Que me muero, que me muero!", grita. "No te mueres", responde el hijo pacientísimo que la vela junto a la cama. Pero se equivoca: sí se muere; todos nos morimos, todos vivimos cada minuto muriéndonos. El médico que la visita informa al hijo de un diagnóstico terrible: la señora, otra víctima de las caídas, se ha fracturado la cadera, pero no puede ser operada porque padece úlceras y hacerlo con ellas sería garantizarse una infección que acabaría con su vida. Pero las lesiones que padece acabarán con ella de todos modos, aunque un poco más tarde. Y son muy dolorosas, como es evidente. Tendrá ya que vivir encamada, en una lucha conservadora contra las llagas y el sufrimiento. El hijo responde a la perspectiva del encamamiento con un horror asordinado: "¿Encamada? ¿Para siempre?", y no lo consuela que ese "siempre" no vaya a ser muy largo. Al parecer, la mujer se ha ido deslizando poco a poco de la silla en la que pasaba las horas en la residencia y se ha producido la lesión al llegar al suelo (aunque también cabe la posibilidad de que el fémur se le rompiera solo, por mera fatiga de materiales; a mi madre le pasó con el hueso de un dedo del pie: iba caminando y, sin más, se partió). Con qué poco qué viaje mínimo y fatal ese tránsito del asiento al enlosado– se desbarata el cuerpo; con qué apenas nada nos quebramos y afligimos. Pienso entonces, paradójicamente, en la mucha fuerza que conserva todavía mi madre, que se ha desplomado a peso contra una quicio aguzado y solo se ha herido la frente. Los viejos son seres de cristal, pero algunos cristales son duros aún. No obstante, pienso también, con espanto, en que a ella le pueda pasar lo mismo que a su infortunada compañera cuando tenga su edad ("118" ha sido su disparatada respuesta cuando una enfermera le ha preguntado cuántos años tenía; pero cerca de los cien sí debe de estar). "¡Qué malita estoy, qué malita!", sigue gritando la vecina, entre abrumadores ataques de tos. Sí, lo está. "¡Mejor morirme!", añade, esta vez con un hilo de voz. El hijo lo niega, aunque en su vigorosa negativa reconozco la inflexión formularia de lo aprendido, de lo que debe decirse. Pero yo discrepo: sí, sería mejor morirse. La muerte es un estado mejor que esta descomposición despaciosa, atormentada e irremediable, que no solo martiriza a quien la padece, sino también a los que están a su alrededor. Pero, claro, uno siempre considera que la muerte es más deseable que ciertas formas de existencia cuando se trata de los demás. Yo así lo pienso, ahora que me encuentro con salud (relativamente) y las últimas hilachas de mi juventud, de esa juventud impostada y canosa que hemos convenido en estirar hasta los cincuenta años. Pero es muy probable que, cuando le vea las orejas al lobo (o, en mi caso, la cola a Lucifer), ya solo desee seguir vivo un minuto más (uno más de esos que vivimos muriéndonos), aferrarme como un náufrago o un loco al clavo ardiendo de la respiración, al borde mismo del latido, más allá del cual solo hay precipicio. El cuerpo, no obstante, por muy deshecho que esté, se resiste a dejar de ser. Aun en las peores circunstancias, muestra su tenacidad en ser cuerpo, materia sintiente, espesura que persiste; es endeble, pero se opone con fiereza a la desaparición. La señora de la cadera rota deja de quejarse cuando le sirven la comida. Su cuerpo, maltrecho, continúa afirmándose: necesita alimento, exige alimento, para cumplir sus funciones: doler, quejarse, morir. Mi madre sonríe su sonrisa, con el apósito en la herida y el ojo amoratado, como una alcachofa, es más bien una mueca y me susurra: "Ya no grita; debe de tener la boca llena". Su humor, aunque sea negro, me confirma que todavía no ha llegado al final: el humor es garantía de vida. (No siempre, empero: cuando Buster Keaton agonizaba, alguien preguntó si ya estaba muerto y otro de los que lo acompañaban en aquellos momentos respondió: "Tócale los pies: si están fríos, es que se ha muerto; todos los muertos tienen los pies fríos". Buster abrió entonces los ojos y dijo: "Juan de Arco no". Y expiró). La situación de la señora fracturada, de mi madre y de casi todos los que están aquí refleja un mundo de enfermedad y dolor oculto a la sociedad, o, mejor dicho, que nos esforzamos en ocultarnos a nosotros mismos. Nada en los oropeles de la vida en común, en los fastos del ocio, el espectáculo, el turismo y la diversión, en la algarabía de las redes sociales y los medios de comunicación, tiene en cuenta esta realidad sórdida e ineludible. Nadie diría que existe. Y nosotros solo nos damos cuenta de ella cuando no nos queda más remedio: cuando nos toca a nosotros o a alguien a quien queremos. Pero está ahí, siempre: en los servicios de urgencia de los hospitales, en las residencias de ancianos, en las clínicas psiquiátricas, en los centros de atención social, en todo el entramado que hemos levantado con esfuerzo y que intenta atemperar, en silencio, la decadencia de los seres, su minucioso y desolador desguace. Si nada se complica y la hemorragia interna se reabsorbe, como es lo normal que suceda, mañana le darán el alta a mi madre. Hasta la próxima caída, quizá. Hasta el próximo paso en este camino de laceración. Hasta que ya no tenga cuerpo, o no lo tenga yo.

3 comentarios:

  1. A pesar de la tristeza, qué hermoso texto, Eduardo.

    La vejez, la dependencia de los demás, el dolor, el deseo de dejar de ser son realidades terribles. Lo peor, con todo, es la escasez de tiempo, de energía y de amor que nos deja el mundo que hemos montado para cuidar y querer bien a quienes nos quisieron y cuidaron tanto.

    Un abrazo gigante.

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  2. Por edad, nos hemos convertido en padres de nuestros padres. Es tremendo verlos tan indefensos y sufriendo.

    Este juego en el que vamos muriéndonos a pedacitos, no tiene gracia.

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  3. Bellísimo. Dolorosamente bello.

    Un abrazo grande.

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