viernes, 11 de mayo de 2018

Los gurús

Los mundos espirituales, como la cultura que es también un poder económico, pero al que ahora consideraré solo en su dimensión inmaterial, han requerido siempre jefes espirituales, o, si la palabra "jefe" se considera demasiado taxativa, guías espirituales: figuras que desbrocen un camino crítico por entre el bosque a menudo impenetrable de las ideas. Aunque cierta deriva posmoderna y la revolución digital quizá hayan hecho pensar que esa necesidad de orientación ha desaparecido, diluida en un océano de opinadores (e insultadores) sin jerarquía (ni modales), no es cierto: sigue ahí, solo que fragmentada, atomizada incluso, y velada por el rebozo de las redes sociales. Durante mucho tiempo, los gurús fueron personajes reconocibles y poderosos: mandarines, se les llamó en Francia, un país en el que la cultura es lo suficientemente importante como para no dejarla en manos de cualquiera (aunque aquellas en las que se deposita tampoco sean, con frecuencia, irreprochables). Las universidades americanas aportaban asimismo un copioso suministro de gurús al mercado mundial, desde Noam Chomsky (todavía activo, aunque cada vez más disparatado) hasta Harold Bloom. En Hispanoamérica, los gurús nacían del Estado y eran amparados por él: los subvencionaba vitaliciamente o los hacía diplomáticos. En España, los gurús siempre han sido modestos pero gritones, como el propio país: personajes atrincherados en las universidades y en algunos medios de comunicación, por lo general de escasa enjundia intelectual, pero con mucha capacidad para hacer ruido y convertir sus pocas luces en dicterios y barrabasadas. Los gurús más lamentables del panorama patrio siempre han sido los gurús locales, aquellos que se instalan en una atalaya pueblerina y otean el horizonte en busca de enemigos. Como son gente pequeña, vocean por pequeñeces, pero se hacen notar: cada día, cada pocos días, alertan a la grey de los errores que cometen los demás y de los terribles peligros que acechan a la cultura de la comunidad, y hasta a la comunidad misma. Los gurús locales han venido a este mundo a salvarnos: de lo que tienen por reprobable; de lo que contradice su ser párvulo. A menudo, sus opiniones son estropajosas e ineducadas, pero también les agrada disparar chinas, con alusiones que creen sutiles, una actividad en la que se encuentran muy a gusto, porque se aviene mejor con su enanismo. Aunque cuentan con sus propias tribunas digitales, no desprecian ningún canal de comunicación: se mantienen activos en las redes sociales, colaboran en la prensa y hasta mandan anónimos a quienes han decidido odiar, que muchas veces son aquellos que no han respetado la jerarquía que ellos mismos se atribuyen. Los gurús locales son atrabiliarios, aspavientan sin descanso y pueden ser feroces, pero, curiosamente, tienen también la piel muy fina: no toleran que se les enmiende una tilde, ni que se omita una reseña de su obra (aunque se haga para no decir que la obra es nauseabunda), ni que se exprese alguna discrepancia con su forma de hacer o de escribir, ni que se les discuta una opinión. Todo, para ellos, constituye una ofensa que hay que lavar con sangre. Y, si la herida en su delicada piel ha sido profunda como sucede, por ejemplo, cuando la administración pública, en la que han trabajado, los ha despedido por su comportamiento impropio, respirarán por ella toda la vida, supurando inquina y resentimiento. Los gurús locales son muy locales algunos hasta presumen de su exilio en la provincia, como si la comunidad no pudiera sino agradecerles el esfuerzo insuperable que han hecho al permanecer en un rincón del terruño, en lugar de conquistar las Españas (y el resto del mundo) con su clarividencia, pero nunca se olvidan de mirar allende las fronteras de la región, ni de cultivar las relaciones que les permitan asomar el pescuezo fuera de la patria chica, ni de adular a quien haga falta para que se les tenga en cuenta en bolos, celebraciones y suplementos literarios, para lo cual no escatimarán lametazos perineales ni melifluidades vomitivas. Los gurús locales son intelectuales de garrafón, que escriben una literatura tan polvorienta como tediosa y practican una crítica literaria que no es crítica literaria, sino escaparate de novedades, carente de análisis retórico y juicio estético. Les faltan herramientas intelectuales, pero ellos se presentan como adalides de la écfrasis. En realidad, la ejercen porque es útil a sus intereses: les permite ser obsequiosos con quienes les convienen, pero crueles con los desafectos. También les falta entereza moral, aunque se exhiban como modelos de virtud. A los gurús locales se les puede hacer favores, incluso personales, pero ellos ni siquiera los agradecerán si no sirven a su estrategia de medro y reconocimiento. Los gurús locales, siempre dispuestos al antagonismo, se enemistarán con quienes sean amigos de sus enemigos, y serán huidizos o maleducados cuando las circunstancias lo exijan. Y todo esto es así porque son gente insegura, una inseguridad que les proporciona su íntima convicción de que lo que hacen no vale nada; y en eso tienen razón. Los gurús locales son mezquinos, con esa vehemente mezquindad de los mediocres. Pero los gurús locales, precisamente por ser locales, cuentan casi siempre con una cohorte de aldeanos que les ríen las gracias y jalean sus naderías. Así, los gurús locales a quien medra no lo apoyan, pero acogen con benevolencia a cuantos apuntalen su estatus de gloria provinciana. Y también fungen de mentores o cabecillas literarios de los jóvenes de su localidad, y hasta de la comarca, con la esperanza de que prolonguen su legado, aunque solo de los zagales que los favorezcan con su insapiente pleitesía, no de los que prefieran encontrar caminos propios. Los gurús locales no son un estímulo, que es lo que debería ser alguien genuinamente comprometido con la cultura, sino una lacra, muy hispana, por otra parte: gente de tan baja estofa como mala idea, atrincherada en la pequeñez, con poca capacidad pero mucha ambición, que no deja de pasear sus úlceras y zaherir a cuantos les hagan sombra. Por desgracia, hay que convivir con ellos. Y lo mejor que puede hacerse es responderles con el silencio, para que se consuman en lo que más odian, pero que caracteriza sus existencias: la irrelevancia.

4 comentarios:

  1. Imagino que tras la dureza de esta entrada (escrita, sin embargo, de forma impecable) hay una profunda decepción, incluso incomprensión y tristeza. Constituye un alivio decirlo en voz alta y, qué duda cabe, entraña un riesgo. Pero tu estatura es la de un hombre franco y valiente, Eduardo.

    Me pregunto cómo sería el mundo si cada vez que uno propone, construye o crea algo, no sintiera a la vez el impulso de destruir, anular o menospreciar aquello que hacen otros miembros de su gremio. ¿Acaso resulta imposible la discrepancia constructiva y enriquecedora? ¿La amistad o, al menos, el respeto necesitan del halago vano "till the end"? ¿Será una pregunta que sólo se hacen los ingenuos o los inadaptados?
    Escríbenos pronto algo divertido.

    Un fuerte abrazo.

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  2. Trastornos de la personalidad, qué le vamos a hacer. Hay que tener mucha complasencia con ellos.

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  3. Como dijo Rafael " El Gallo", cuando le presentaron a Ortega y Gasset:

    《 Hay gente pa tó 》
    Fue al decirle que era un filósofo.

    Pues eso, Eduardo, 《 pa tó》

    Una fenomenal entrada.

    Abrazos.

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