LUZ NEGRA
Andrés Sánchez Robayna (Las Palmas, 1952) es un poeta de la luz. Sus versos analizan, con esmero minucioso, las formas de la transparencia, los latidos del fuego, las fulguraciones del día y de la noche. La omnipresencia de la luz simboliza la omnipresencia de la naturaleza: del cuerpo del mundo. Sánchez Robayna ausculta el mar, y el vuelo de los pájaros, y las asperezas de la tierra, y dice esos accidentes en sus poemas. Sin embargo, su poesía no canta la mera presencia de las cosas, ni se limita a describirlas: no se conforma con pintar la realidad cognoscible, sino que cifra en esa realidad cuanto es inaccesible, cuanto excede sus límites o cuanto los refuta, pero no por ello es menos verdadero. Para Sánchez Robayna, lo visible es trasunto —o encarnación— de lo invisible: diciendo lo primero, averigua, desvela lo segundo. En el poema x de Por el gran mar (2019), consigna esta antitética simbiosis, que encapsula el meollo de su obra: «Como el pintor que pinta tan solo lo que ve, / pero pinta también el ser entre las cosas, / es decir, atraviesa lo visible / por encima de todas las formas que limitan / la visión, y se entrega, y lo invisible, entonces, / muestra su realidad, del mismo modo / unas pobres palabras, en su solo latido, / traspasan la materia del mundo, y en nosotros / el mundo reaparece (…) / con palabras que funden lo oculto y lo visible / y en la unidad anudan oscuridad y luz». Ninguna imagen plasma mejor esta polémica dualidad que el oxímoron de «la luz negra» —así se titula, por cierto, uno de los libros de ensayo del poeta, Luz negra, publicado en 1985— que concibió el salmista: «Si pensara esconderme en la oscuridad, o que se convirtiera en noche la luz que me rodea, la oscuridad no me ocultaría de ti, y la noche sería tan brillante como el día. ¡La oscuridad y la luz son lo mismo para ti!», traducen Reina y Valera (Salmos, 139, 11-16); «oscuridad como luz», sintetizó Valente. La negrura y la claridad se funden en la poesía de Sánchez Robayna como expresión de la concordia oppositorum a que aspira todo poeta que pretende restaurar el ser roto por el nacimiento, arrojado por el nacimiento a una existencia dolorosa e incomprensible. Sus versos abundan en manifestaciones de esta paradoja que, como toda paradoja, es unitiva, es decir, sanadora: «lámpara de oscuridad», «luz oscura», «llama oscura», «alba oscura», «arder oscuro», «noche engendrada por la luz», «un sol negro alimenta la noche», «rayos de tiniebla», «el sol brillaba en plena oscuridad», «fuego negro», «relámpago negro», «las aguas de la noche fulguran», «en lo oscuro la llama alumbra la noche».
La visión de Sánchez Robayna es cósmica, y su aliento, existencial. El poeta aúna, en una compleja pero delicada urdimbre de símbolos, el paisaje y el ser, lo tangible y lo impalpable, la palabra y el mundo. Y comprende cuanto ve como un todo: todo está conectado con todo. Cada cosa es el origen de las demás cosas. Todo es, pues, semilla. «¿Afuera no es adentro, adentro / afuera, y todo / espacio, un solo fundamento?», se pregunta en un poema de Inscripciones (1999). En ese espacio único, en ese todo que el poeta comprende al modo de los místicos —en el poema «Sepulcro de Juan de la Cruz», de La sombra y la apariencia (2010), leemos: «No fuiste para ver, / sino para no ver. // Solos, en la mañana, / tu soledad y tú. // Corría el aire suave. / Oscuridad, tu luz»—, sin atender a las solicitaciones de la inteligencia, sino por la vía de la renuncia y el alumbramiento, como revela con la reivindicación de «la nube ilimitada del no saber», palpitan con singular desgarro el tiempo, la muerte y la nada, la tríada fatal que empuja al poeta en busca del consuelo en la aprehensión esencial de las cosas y el gozo redentor de la palabra. Sánchez Robayna escribe poemarios viajeros —a Grecia, a México—, en los que el viaje no es solo físico, sino también espiritual, y otros, autobiográficos, como El libro, tras la duna (2002, 2019), en los que refiere, con versos a menudo endecasílabos y una adjetivación tenazmente iluminadora, los hechos de una vida que ya se percibe adentrada en el tiempo, pero que aún se aferra a la voluptuosa presencia del paisaje, al sensual cuerpo de la luz; que aún crepita en verbo. Descuella aquí una tamizada melancolía y una acusada inquietud social, con evocaciones del mayo del 68 francés, la estancia del poeta en la cosmopolita Barcelona de los 70 o la muerte de Franco.
En el cuerpo del mundo, la poesía completa de Andrés Sánchez Robayna, constituye un organismo perfecto, que reproduce, con un verbo en el que se alían la tiniebla y el resplandor, la turbulenta perfección del mundo.
[Andrés Sánchez Robayna, En el cuerpo del mundo. Poesía completa, Madrid, Galaxia Gutenberg, 2024, 456 pp.]
GEOGRAFÍA DE LA DESILUSIÓN
Geografía de la ventura (Antología), de Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, 1950), recoge una amplia muestra de la obra poética de un autor al que se conoce, sobre todo, como novelista. Sin embargo, Sánchez-Ostiz escribe poesía desde antes de escribir novelas (y diarios y ensayos): su primer poemario, Pórtico de la fuga, se publicó en 1979; su novela inaugural, Los papeles del ilusionista, en 1982. Y ha seguido haciéndolo hasta hoy mismo, aunque con un gran lapso editorial entre 2001 y 2016, en el que solo vio la luz un libro de versos, Deriva de la frontera, en 2012. El hecho de que se haya mantenido fiel a una pequeña (pero excelente) editorial navarra, Pamiela, para publicar su poesía (y también todo lo demás desde 2010) acaso explique el escaso eco que ha tenido hasta el momento; una falta de repercusión que la antología publicada por Bartleby, con la edición y el atinado prólogo de Alfredo Rodríguez, pretende reparar.
Que el título del primer y el último volumen de la poesía de Sánchez-Ostiz, como sendas columnas que sostuvieran un arco temporal y creador de casi medio siglo, aludan a la huida, y que el de muchos de los libros que se suceden entre ambas columnas lo hagan al viaje (El viaje de los comediantes, Travesía de la noche, Un paseante solitario, Carta de vagamundos, Aquí se detienen, Deriva de la frontera, Fingimientos y desarraigos), es más que revelador: es definitorio. La poesía de Miguel Sánchez-Ostiz documenta un profundo malestar —existencial y social— cuyas vías de escape, o de mitigación, son la huida, que siempre supone un viaje, exterior o interior, y la escritura, que es otra suerte de viaje, a menudo no menos aventurado que el físico.
Geografía de la ventura transpira amargura. El poeta lamenta, sin darse tregua, un abrumador catálogo de calamidades y tristezas, que pueden sintetizarse en una, tan antigua como el mundo: la decadencia de las ilusiones primigenias, el ajarse de los sueños en el perfil pedregoso del tiempo, el hundimiento de las esperanzas en el pozo de la realidad. La antología es un compendio de melancolías. Deplora las oportunidades perdidas, los amigos extraviados, la corrosión de la soledad, las bellezas extintas, las frustraciones, injusticias y humillaciones, los reinos devastados, los ocasos y desmoronamientos, las derrotas cotidianas, los conflictos que estragan el cuerpo y el espíritu, la muerte inevitable. Sánchez-Ostiz enumera los presagios «de la oscuridad/ que desde siempre te habita»; dice de un viajero que «cree poseer tantas cosas [pero que no] posee ni una sombra de alegría»; identifica, en «Mirador de las sombras», «el vasto reino/ de la desesperanza»; se propone, en «Los lujos del poeta caricato», «ir a la oficina de objetos perdidos/ a reclamar tu alma olvidada»; y, en fin, se confiesa en «Fuga de Lord Byron» hastiado «del menú indigerible del tiempo». El único lenitivo para la cohorte de adversidades que describe Geografía de la ventura es el recuerdo de una infancia promisoria y feliz.
El dolor y la desolación signan, pues, esta poesía de corte moral y tono narrativo, cultivadora de los motivos barrocos —todos reveladores de la angustia por el paso del tiempo: de la cuna a la sepultura; todas hieren, pero la última mata; el ubi sunt—, con pocas licencias poéticas, menos metáforas y ningún vanguardismo, sosegada en la forma, horaciana, pero hondamente convulsa. La oralidad —el lenguaje coloquial de las conversaciones y ese otro, crudo, que empleamos cuando hablamos con nosotros mismos— atraviesa los versos de Geografía de la ventura, donde no falta la ironía y hasta la sátira, que recae con frecuencia en la vanidad de los poetas y sus comportamientos abominables. Uno sale del libro empapado de desengaño y sumido en «el estanque profundo y fétido» de la realidad —ese lugar maléfico que Poe describe en «El hundimiento de la casa Usher»—, pero, a la vez, dolorosamente iluminado sobre la condición humana, con los ojos y la conciencia abiertos hasta casi el desgarro, agradecidos por la acalambrada inteligencia que Miguel Sánchez-Ostiz nos ha dado a compartir.
[Miguel Sánchez-Ostiz, Geografía de la ventura, edición y prólogo de Alfredo Rodríguez, Madrid, Bartleby, 2024, 167 pp.]
LA TRANSFORMACIÓN DEL MUNDO
Azar ileso, de Pedro Luis Casanova (Jaén, 1978), es un canto existencial. Las tres partes del libro, precedidas por una carta de Antonio Gamoneda y un poema prologal, dirigen ese canto a motivos singulares —la infancia, el viaje y horrores del mundo contemporáneo—, pero no se apartan de la causa central del poemario: la soledad y el dolor. La primera recorre, entre paradojas y personificaciones, todos los poemas de Azar ileso: «Qué ternura morderá los muslos si al vencer el préstamo de todas las heridas,/ ante una luz rosada, veis un rostro/ idéntico a mi soledad», leemos en «(Misa del Gallo, 2005)»; y en el poema que cierra el libro «(Última visión, 2019)»: «La casa cruje y yo estoy solo», uno de los dos recortes que Antonio Gamoneda menciona en su carta al autor para significar el principal rasgo del libro: su pulsión existencial, pétrea, desnuda, que no solo nace del yo e impregna el yo, sino que se proyecta en las realidades históricas, biográficas, sociales y culturales que lo rodean. Esa soledad conoce las laceraciones de una infancia rememorada y también las llagas de un mundo en el que, por atrocidades como el nazismo o el cáncer, se consumen los cuerpos y las conciencias. En todo el libro, pero sobre todo en la primera sección, «Perdonable accidente», abundan las figuras y los motivos religiosos, inspirados por una educación y una cultura católicas de las que Casanova se intuye, hoy, críticamente distante. Azar ileso contiene ángeles, ermitas, misas, relicarios, devocionarios, altares, cíngulos, pastores, curas, sandalias de una virgen dormida, el rojo sortilegio de Canaán, las Escrituras, el Padrenuestro, el papa Roncalli y, naturalmente, Dios. Estos topoi configuran escenarios punzantes, claroscuros, que invocan la pureza primigenia de la fe, pero también la vaciedad de los ritos, la decadencia ética y la victoria del mal, ante las que el yo lírico no puede sino clamar y sobrecogerse. El poema «(El canónigo, 2018)», de la tercera parte del libro, que no por casualidad se titula «Sala de vértigos», relata tragedias de la Guerra Civil española y de la represión posterior de los vencedores, y repite, como un mantra ominoso, una afirmación que debió de hacer alguno de los personajes que vivieron aquellos años de espanto y que ahora Casanova lleva al poema: «De la vida del cura yo respondo». Los poemas de Casanova son explosiones de la imaginación, pero siempre aparecen anclados en lugares y días concretos: no abandonan la realidad, sino que se mantienen dolorosamente sujetos a ella. «Llevabas la contabilidad a los linotipistas de la Plaza Vieja./ Y viste como todos bajar por Jabalcuz a los Junkers,/ las cinco de la tarde del 1 de abril del 37,/ hora de la permuta en el pestillo de las señoritas», escribe Casanova en «(El canónigo, 2018)». El poeta también recurre con frecuencia a otro motivo singular: el pie, o los pies, símbolo quizá de su deseo de continuar por la senda de la vida, pese a las adversidades: de sobreponerse a la parálisis y a quietud definitiva de la muerte.
Interesa destacar el modo en que el poeta articula esta salmodia desgarrada que es Azar ileso, con un tenaz —y luminoso— despliegue de imágenes, poderosas, polícromas, perturbadoras. Pedro Luis Casanova hace lo que, según Jorge Guillén, hacía Góngora: evitar el lenguaje directo; no aludir a la cosa por lo que es, sino por aquello que también es, sin que aún lo sepamos; no decir el nombre de nada, sino sus muchos nombres posibles, sus muchos nombres desconocidos, sus muchos nombres otros: nombres que desvela la música sincopada de los objetos, o los ecos afilados que asientan en la memoria, o las asociaciones libérrimas que surgen en el humus de la inteligencia y la sensibilidad. «La realidad será aludida, y con estos rodeos y metáforas se irá creando una realidad mucho más hermosa», dice Guillén. Y así sucede, ciertamente, en Azar ileso, en el que se verifica una radical transformación lingüística: el poeta extiende un manto de analogía por sobre la realidad evocada y espera a que esa cubrición fructifique. El resultado es un paisaje sensual, ácido, colorista y turbulento, y una musicalidad abrupta, que a veces alcanza inflexiones épicas. La imaginación verbal de Casanova, de estirpe gongorina y lorquiana, pero en la que se advierte también el ascendiente de poetas actuales, como Antonio Gamoneda y Juan Carlos Mestre, es desbordante: derrocha claras oscuridades, luces sombrías; sustancia alegorías arborescentes, cuyos términos se multiplican en restallantes encadenamientos de tropos; no elude la paradoja ni la contradicción, esos fulminantes poéticos. Su adjetivación, audaz, incluso temeraria, empuja siempre al sustantivo más allá de sí: la fragancia es colérica; la mirada, alfabética; el huerto, umbilical; las murallas, ilícitas; los cementerios, vivos. Con poemas serpenteantes y un verso que se vuelve, a menudo, versículo, Pedro Luis Casanova rememora una niñez tumultuosa, con personajes negros y pausas de sol, y describe una madurez en la que cohabitan las secuelas de una historia desventurada, el azote de la enfermedad (en el inquietante poema «[Quimioterapia, 2010]», el poeta convoca a «los aullados por la muerte» y a «quienes han mordido su propio corazón») y las crueldades del capitalismo («soy […]/ el que está en paro y todavía/ ambiciona un subsidio en la violenta/ caridad de sus cómitres»). E, hilvanándolo todo, la agonía, la desesperanza, la melancolía, el calor ausente, la mirada perdida, el verbo férvido. Azar ileso es un dolor voceado, pero que quiere dejar de serlo. Su aspiración es el silencio.
[Pedro Luis Casanova, Azar ileso, Sevilla, Ediciones de la Isla de Siltolá, 2024, 82 pp.]